Page 93 - El Alquimista
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Había encontrado el tesoro.



                                                      EPÍLOGO



                   El muchacho se llamaba Santiago. Llegó a la pequeña iglesia abandonada
               cuando  ya  estaba  casi  anocheciendo.  El  sicómoro  aún  continuaba  en  la
               sacristía,  y  aún  se  podían  ver  las  estrellas  a  través  del  techo  semiderruido.
               Recordó que una vez había estado allí con sus ovejas y que había pasado una

               noche tranquila, aunque tuvo aquel sueño.

                   Ahora ya no tenía el rebaño. En cambio, llevaba una pala consigo.

                   Permaneció mucho tiempo contemplando el cielo. Después sacó del zurrón
               una  botella  de  vino  y  bebió.  Se  acordó  de  la  noche  en  el  desierto,  cuando
               también había mirado las estrellas y bebido vino con el Alquimista. Pensó en
               los numerosos caminos que había recorrido y en la extraña manera que tenía

               Dios de mostrarle el tesoro. Si no hubiera creído en los sueños repetidos, no
               habría encontrado a la gitana, ni al rey, ni al ladrón, ni... «bueno, la lista es
               muy  larga.  Pero  el  camino  estaba  escrito  por  las  señales,  y  yo  no  podía
               equivocarme», dijo para sus adentros.

                   Se  durmió  sin  darse  cuenta  y  cuando  despertó,  el  sol  ya  estaba  alto.
               Entonces comenzó a cavar en la raíz del sicómoro.

                   «Viejo brujo —pensaba el muchacho—, lo sabías todo. Incluso guardaste

               aquel poco de oro para que yo pudiera volver hasta esta iglesia. El monje se
               rio  cuando  me  vio  regresar  con  la  ropa  hecha  jirones.  ¿No  podías  haberme
               ahorrado eso?»

                   «No —escuchó que respondía el viento. Si te lo hubiese dicho, no habrías
               visto las Pirámides. Son muy bonitas, ¿no crees?»

                   Era la voz del Alquimista. El muchacho sonrió y continuó cavando. Media

               hora después, la pala golpeó algo sólido. Una hora después tenía ante sí un
               baúl  lleno  de  viejas  monedas  de  oro  españolas.  También  había  pedrería,
               máscaras de oro con plumas blancas y rojas, ídolos de piedra con brillantes
               incrustados.  Piezas  de  una  conquista  que  el  país  ya  había  olvidado  mucho
               tiempo  atrás,  y  que  el  conquistador  olvidó  contar  a  sus  hijos.  El  muchacho
               sacó a Urim y Tumim del zurrón, Había utilizado las piedras solamente una
               vez,  una  mañana  en  un  mercado.  La  vida  y  su  camino  estuvieron  siempre

               llenos de señales.

                   Guardó  a  Urim  y  a  Tumim  en  el  baúl  de  oro.  Era  también  parte  de  su
               tesoro, porque le recordaban a un viejo rey que jamás volvería a encontrar.
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