Page 91 - El Alquimista
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por él, ofreciendo una buena señal al Alquimista. Finalmente, la luna
iluminaba el silencio del desierto y el viaje que emprenden los hombres que
buscan tesoros.
Cuando después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su corazón
dio un salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por la blancura del
desierto, erguíanse, majestuosas y solemnes, las Pirámides de Egipto.
El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber creído
en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un rey, un
mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo, por haber
encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho entender que el Amor
jamás separará a un hombre de su Leyenda Personal.
Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde lo alto,
al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis, recoger a Fátima y
vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el Alquimista vivía en el
desierto, a pesar de que comprendía el Lenguaje del Mundo y sabía
transformar el plomo en oro. No tenía que mostrar a nadie su ciencia y su arte.
Mientras se dirigía hacia su Leyenda Personal había aprendido todo lo que
necesitaba y había vivido todo lo que había soñado vivir. Pero había llegado a
su tesoro, y una obra sólo está completa cuando se alcanza el objetivo. Allí, en
aquella duna, el muchacho había llorado. Miró al suelo y vio que, en el lugar
donde habían caído sus lágrimas, se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo
que había pasado en el desierto había aprendido que en Egipto los escarabajos
eran el símbolo de Dios.
Allí tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó a cavar acordándose
del vendedor de cristales; nadie podría tener una Pirámide en su huerto,
aunque acumulase piedras durante toda su vida.
El muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar nada.
Desde lo alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en silencio. Pero el
muchacho no desistía: cavaba y cavaba, luchando contra el viento, que muchas
veces volvía a echar la arena en el agujero. Sus manos, cansadas, terminaron
lastimadas, pero el muchacho seguía teniendo fe en su corazón. Y su corazón
le había dicho que cavara donde hubieran caído sus lágrimas.
De repente, cuando estaba intentando sacar algunas piedras que habían
aparecido, el muchacho oyó pasos. Algunas personas se acercaron a él.
Estaban contra la luna, y no podía ver sus ojos ni su rostro.
—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó uno de los bultos.
El muchacho no respondió. Pero tuvo miedo. Ahora tenía un tesoro para
desenterrar, y por eso tenía miedo.