Page 87 - El Alquimista
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Cuando el simún cesó de soplar, todos miraron hacia el lugar donde estaba
el muchacho. Ya no se encontraba allí; estaba junto a un centinela casi cubierto
de arena y que vigilaba el lado opuesto del campamento.
Los hombres estaban aterrorizados con la brujería. Sólo dos personas
sonreían: el Alquimista, porque había encontrado a su verdadero discípulo, y
el general porque el discípulo había entendido la gloria de Dios.
Al día siguiente, el general se despidió del muchacho y del Alquimista y
ordenó que una escolta los acompañara hasta donde ellos quisieran.
Viajaron todo el día. Al atardecer llegaron frente a un monasterio copto. El
Alquimista despidió a la escolta y bajó del caballo.
—A partir de aquí seguirás solo —dijo—. Dentro de tres horas llegarás a
las Pirámides.
—Gracias —dijo el muchacho—. Usted me ha enseñado el Lenguaje del
Mundo.
—Me limité a recordarte lo que ya sabías.
El Alquimista llamó a la puerta del monasterio. Un monje vestido de negro
fue a atenderles. Hablaron algo en copto, y el Alquimista invitó al muchacho a
entrar.
—Le he pedido que me presten la cocina durante un rato —informó al
muchacho.
Fueron hasta la cocina del monasterio. El Alquimista encendió el fuego y
el monje le dio un poco de plomo, que el Alquimista derritió dentro de un
recipiente circular de hierro. Cuando el plomo se hubo vuelto líquido, el
Alquimista sacó de su bolsa aquel extraño huevo de vidrio amarillento. Raspó
una capa del grosor de un cabello, la envolvió en cera y la tiró en el recipiente
que contenía el plomo derretido. La mezcla fue adquiriendo un color rojizo
como la sangre. El Alquimista retiró entonces el recipiente del fuego y lo dejó
enfriar. Mientras tanto, se puso a conversar con el monje sobre la guerra de los
clanes.
—Aún durará mucho —le dijo al monje.
El monje estaba un poco harto. Hacía tiempo que las caravanas estaban
paradas en Gizeh, esperando que la guerra terminara.
—Pero cúmplase la voluntad de Dios —dijo el monje. —Exactamente —
repuso el Alquimista.
Cuando el recipiente acabó de enfriarse, el monje y el muchacho miraron
deslumbrados. El plomo se había secado y adquirido la forma circular del
recipiente, pero ya no era plomo. Era oro.