Page 82 - El Alquimista
P. 82
El muchacho comenzó a mirar al frente, hacia el horizonte. En la lejanía se
divisaban montañas, rocas y plantas rastreras que insistían en vivir en un lugar
en el que la supervivencia era imposible. Allí estaba el desierto, que él había
recorrido durante tantos meses y del que, aun así, sólo conocía una pequeña
parte. En esta pequeña parte había encontrado ingleses, caravanas, guerras de
clanes y un oasis con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos.
—¿Qué haces aquí de nuevo? —le preguntó el desierto—. ¿Acaso no nos
contemplamos suficientemente ayer? —En algún punto guardas a la persona
que amo —dijo el muchacho—. Entonces, cuando miro a tus arenas, también
la veo a ella. Quiero volver junto a ella, y necesito tu ayuda para
transformarme en viento.
—¿Qué es el amor? —preguntó el desierto.
—El amor es cuando el halcón vuela sobre tus arenas. Porque para él, tú
eres un campo verde, y él nunca volvió sin caza. Él conoce tus rocas, tus dunas
y tus montañas, y tú eres generoso con él.
—El pico del halcón arranca pedazos de mí —dijo el desierto—. Durante
años yo crío su caza, la alimento con la escasa agua que tengo, le muestro
dónde está la comida. Y un día, justamente cuando yo empezaba a sentir el
cariño de la caza sobre mis arenas, el halcón baja del cielo y se lleva lo que yo
crie.
—Pero tú criaste la caza precisamente para eso —respondió el muchacho
—. Para alimentar al halcón. Y el halcón alimentará al hombre. Y el hombre
entonces alimentará un día tus arenas, de donde volverá a surgir la caza. Así se
mueve el mundo.
—¿Y eso es el amor?
—Sí, eso es el amor. Es lo que hace que la caza se transforme en halcón, el
halcón en hombre y el hombre de nuevo en desierto. Es esto lo que hace que el
plomo se transforme en oro, y que el oro vuelva a esconderse bajo la tierra.
—No entiendo tus palabras —dijo el desierto.
—Entonces entiende que en algún lugar de tus arenas, una mujer me
espera. Y para poder regresar con ella, tengo que transformarme en viento.
El desierto guardó silencio durante unos instantes.
—Yo te ofrezco mis arenas para que el viento pueda soplar. Pero yo solo
no puedo hacer nada. Pide ayuda al viento.
Una pequeña brisa comenzó a soplar. Los comandantes oían al muchacho a
lo lejos, hablando un lenguaje que desconocían.
El Alquimista sonreía.