Page 78 - El Alquimista
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»Son los hombres quienes no interpretaron bien las palabras de los sabios.
               Y, en vez de ser un símbolo de la evolución, el oro pasó a ser la señal de las
               guerras.

                   —Las cosas hablan muchos lenguajes —dijo el muchacho—. Vi cuando el
               relincho de un camello era solamente un relincho, después pasó a ser una señal
               de peligro y finalmente volvió a ser un simple relincho.


                   Guardó silencio. El Alquimista ya debía de saber todo aquello. —Conocí a
               verdaderos  Alquimistas  —continuó—.  Se  encerraban  en  el  laboratorio,
               intentaban  evolucionar  como  el  oro  y  acababan  descubriendo  la  Piedra
               Filosofal.  Porque  habían  entendido  que  cuando  una  cosa  evoluciona,
               evoluciona también todo lo que la rodea.

                   »Otros consiguieron la Piedra de manera accidental. Ya tenían el don, sus
               almas estaban más despiertas que las de otras personas. Pero éstos no cuentan,

               pues no abundan.

                   »Otros,  finalmente,  sólo  buscaban  el  oro.  Éstos  jamás  descubrieron  el
               secreto. Se olvidaron de que el plomo, el cobre y el hierro también tienen su
               Leyenda Personal para cumplir. Quien interfiere en la Leyenda Personal de los
               otros nunca descubrirá la suya.

                   Las palabras del Alquimista sonaron como una maldición. El muchacho se
               inclinó y recogió una concha del suelo del desierto.


                   —Esto un día ya fue un mar —dijo el Alquimista.

                   —Ya me había dado cuenta —repuso el muchacho.

                   El Alquimista le pidió que se colocara la concha en el oído. Él ya lo había
               hecho muchas veces de niño, y escuchó, como entonces, el sonido del mar.

                   —El mar continúa dentro de esta concha, porque es su Leyenda Personal.
               Y jamás la abandonará, hasta que el desierto se cubra nuevamente de agua.

                   Después  montaron  en  sus  caballos  y  prosiguieron  en  dirección  a  las
               Pirámides de Egipto.


                   El sol había comenzado a descender cuando el corazón del muchacho dio
               señal de peligro. Estaban en medio de gigantescas dunas, y el muchacho miró
               al Alquimista, pero al parecer éste no había notado nada. Cinco minutos más
               tarde vio, delante de ellos, las siluetas de dos jinetes recortadas contra el sol.
               Antes  de  que  pudiese  hablar  con  el  Alquimista,  los  dos  jinetes  se
               transformaron  en  diez,  después  en  cien,  hasta  que  las  gigantescas  dunas

               quedaron cubiertas por ellos.

                   Eran  guerreros  vestidos  de  azul,  con  una  tiara  negra  sobre  el  turbante.
               Llevaban el rostro tapado por otro velo azul que sólo dejaba al descubierto los
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