Page 77 - El Alquimista
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—No hay ningún peligro —dijo el muchacho cuando ya se habían alejado
un poco del campamento.
El Alquimista se puso furioso.
—Confía en tu corazón —dijo—, pero no olvides que te encuentras en el
desierto. Cuando los hombres están en guerra, el Alma del Mundo también
siente los gritos de combate. Nadie deja de sufrir las consecuencias de cada
cosa que sucede bajo el sol.
«Todo es una sola cosa», pensó el muchacho.
Y como si el desierto quisiera mostrar que el viejo Alquimista tenía razón,
dos jinetes aparecieron por detrás de los viajeros.
—No podéis seguir adelante —dijo uno de ellos—. Estáis en las arenas
donde se libran los combates.
—No voy muy lejos —respondió el Alquimista mirando profundamente a
los ojos de los guerreros. Después de un breve silencio, éstos accedieron a
dejarles seguir el viaje.
El muchacho presenció todo aquello fascinado.
—Ha dominado a los guardias con la mirada —comentó.
—Los ojos muestran la fuerza del alma —repuso el Alquimista.
Era verdad, pensó el chico. Se había dado cuenta de que, en medio de la
multitud de soldados en el campamento, uno de ellos los había estado mirando
fijamente. Y estaba tan distante que ni siquiera se podía distinguir bien su
rostro. Pero el muchacho tenía la certeza de que los estaba mirando.
Finalmente, cuando comenzaron a franquear una montaña que se extendía
por todo el horizonte, el Alquimista le dijo que faltaban dos días para llegar a
las Pirámides.
—Si nos vamos a separar pronto, enséñeme Alquimia —pidió el
muchacho.
—Tú ya sabes. Es penetrar en el Alma del Mundo y descubrir el tesoro que
ella nos reservó.
—No es eso lo que quiero saber. Me refiero a transformar el plomo en oro.
El Alquimista respetó el silencio del desierto, y sólo respondió al
muchacho cuando se detuvieron para comer.
—Todo evoluciona en el Universo —dijo—. Y para los sabios, el oro es el
metal más evolucionado. No me preguntes por qué; no lo sé. Sólo sé que la
Tradición siempre acierta.