Page 72 - El Alquimista
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—Esto  es  lo  que  estaba  escrito  en  la  Tabla  de  la  Esmeralda  —dijo  el
               Alquimista cuando terminó de escribir.

                   El muchacho se aproximó y leyó las palabras en la arena.

                   —Es un código —dijo el muchacho, un poco decepcionado con la Tabla de
               la Esmeralda—. Se parece a los libros del Inglés.

                   —No —respondió el Alquimista—. Es como el vuelo de los gavilanes; no
               debe ser comprendido simplemente por la razón. La Tabla de la Esmeralda es

               un pasaje directo para el Alma del Mundo.

                   »Los sabios entendieron que este mundo natural es solamente una imagen
               y una copia del Paraíso. La simple existencia de este mundo es la garantía de
               que existe un mundo más perfecto que éste. Dios lo creó para que, a través de
               las  cosas  visibles,  los  hombres  pudiesen  comprender  sus  enseñanzas
               espirituales  y  las  maravillas  de  su  sabiduría.  A  esto  es  a  lo  que  yo  llamo
               Acción.


                   —¿Debo entender la Tabla de la Esmeralda? —preguntó el chico.

                   —Si  estuvieras  en  un  laboratorio  de  Alquimia,  quizá  ahora  sería  el
               momento adecuado para estudiar la mejor manera de entender la Tabla de la
               Esmeralda. Sin embargo, te encuentras en el desierto. Entonces, sumérgete en
               el desierto. Él sirve para comprender el mundo tanto como cualquier otra cosa
               sobre la faz de la tierra. Tú ni siquiera necesitas entender el desierto: basta con

               contemplar un simple grano de arena para ver en él todas las maravillas de la
               Creación.

                   —¿Qué debo hacer para sumergirme en el desierto?

                   —Escucha a tu corazón. Él lo conoce todo, porque proviene del Alma del
               Mundo, y un día retornará a ella.

                   Anduvieron  en  silencio  dos  días  más.  El  Alquimista  iba  mucho  más
               cauteloso, porque se aproximaban a la zona de combates más violentos. Y el

               muchacho procuraba escuchar a su corazón.

                   Era un corazón difícil: antes estaba acostumbrado a partir siempre, y ahora
               quería  llegar  a  cualquier  precio.  A  veces,  su  corazón  pasaba  horas  enteras
               contando historias nostálgicas, otras veces se emocionaba con la salida del sol
               en el desierto y hacía que el muchacho llorara a escondidas. El corazón latía
               más rápido cuando hablaba sobre el tesoro y se volvía más perezoso cuando

               los ojos del muchacho se perdían en el horizonte infinito del desierto. Pero
               nunca estaba en silencio, incluso aunque el chico no intercambiara una palabra
               con el Alquimista.

                   —¿Por  qué  hemos  de  escuchar  al  corazón?  —preguntó  él  muchacho
               cuando acamparon aquel día.
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