Page 70 - El Alquimista
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llegaban contentos después de un largo viaje. El oasis, a partir de aquel día,
               sería para ella un lugar vacío.

                   A  partir  de  aquel  día  el  desierto  iba  a  ser  más  importante.  Siempre  lo
               miraría intentando saber cuál era la estrella que él debía de estar siguiendo en
               busca del tesoro. Tendría que mandar sus besos con el viento con la esperanza
               de que tocase el rostro del muchacho y le contase que estaba viva, esperando
               por él, como una mujer espera a un hombre valiente que sigue en busca de

               sueños y tesoros. A partir de aquel día, el desierto sería solamente una cosa: la
               esperanza de su retorno.

                   —No  pienses  en  lo  que  quedó  atrás  —le  advirtió  el  Alquimista  cuando
               comenzaron a cabalgar por las arenas del desierto—. Todo está grabado en el
               Alma del Mundo, y allí permanecerá para siempre.

                   —Los  hombres  sueñan  más  con  el  regreso  que  con  la  partida  —dijo  el

               muchacho, que ya se estaba volviendo a acostumbrar al silencio del desierto.

                   —Si  lo  que  tú  has  encontrado  está  formado  por  materia  pura,  jamás  se
               pudrirá. Y tú podrás volver un día. Si fue sólo un momento de luz, como la
               explosión de una estrella, entonces no encontrarás nada cuando regreses. Pero
               habrás visto una explosión de luz. Y esto sólo ya habrá valido la pena.

                   El hombre hablaba usando el lenguaje de la Alquimia. Pero el muchacho
               sabía que se estaba refiriendo a Fátima.


                   Era  difícil  no  pensar  en  lo  que  había  quedado  atrás.  El  desierto,  con  su
               paisaje casi siempre igual, acostumbraba a llenarse de sueños. El muchacho
               aún veía las palmeras, los pozos y el rostro de la mujer amada. Veía al Inglés
               con su laboratorio y al camellero, que era un maestro sin saberlo. «Tal vez el
               Alquimista no haya amado nunca», pensó.

                   El Alquimista cabalgaba delante, con el halcón en el hombro. El halcón

               conocía bien el lenguaje del desierto y cuando paraban, abandonaba el hombro
               y volaba en busca de alimento. El primer día trajo una liebre. El segundo día,
               dos pájaros.

                   De noche extendían sus mantas y no encendían hogueras. Las noches del
               desierto  eran  frías,  y  se  fueron  haciendo  más  oscuras  a  medida  que  la  luna
               comenzó a menguar en el cielo. Durante una semana anduvieron en silencio,
               conversando apenas sobre las precauciones necesarias para evitar los combates

               entre los clanes. La guerra continuaba, y el viento a veces traía el olor dulzón
               de la sangre. Alguna batalla se había librado cerca, y el viento recordaba al
               muchacho que existía el Lenguaje de las Señales, siempre dispuesto a mostrar
               lo que sus ojos no conseguían ver.

                   Cuando  completaron  siete  días  de  viaje,  el  Alquimista  decidió  acampar
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