Page 66 - El Alquimista
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luna, que ofuscaba a las estrellas.
—Bebe y distráete un poco —dijo el Alquimista, que se había dado cuenta
de que el chico se iba poniendo cada vez más alegre—. Reposa como un
guerrero reposa siempre antes del combate. Pero no olvides que tu corazón
está junto a tu tesoro. Y debes hallar tu tesoro para que todo esto que
descubriste durante el camino pueda tomar sentido.
»Mañana vende tu camello y compra un caballo. Los camellos son
traicioneros: andan miles de pasos y no dan ninguna señal de cansancio. De
repente, sin embargo, se arrodillan y mueren. El caballo se va cansando poco a
poco. Y tú siempre podrás saber lo que puedes exigirle, o en qué momento va
a morir.
A la noche siguiente, el muchacho apareció con un caballo en la tienda del
Alquimista. Esperó un poco y apareció montado en el suyo y con un halcón en
el hombro izquierdo.
—Muéstrame la vida en el desierto —dijo el Alquimista—. Sólo quien
encuentra vida puede encontrar tesoros.
Comenzaron a caminar por las arenas, con la luna aún brillando sobre
ellos. «No sé si conseguiré encontrar vida en el desierto —pensó el chico—.
No conozco el desierto.»
Quiso decirle esto al Alquimista, pero le inspiraba miedo. Llegaron al lugar
con piedras donde había visto a los gavilanes en el cielo; ahora, todo era
silencio y viento.
—No consigo encontrar vida en el desierto —dijo el muchacho—. Sé que
existe, pero no consigo encontrarla.
—La vida atrae a la vida —respondió el Alquimista.
El muchacho lo entendió. Al momento soltó las riendas de su caballo, que
corrió libremente por las piedras y la arena. El Alquimista los seguía en
silencio. El caballo del muchacho anduvo suelto casi media hora. Ya no se
distinguían las palmeras del oasis; sólo la luna gigantesca en el cielo y las
rocas brillando con tonalidades plateadas. De repente, en un lugar donde jamás
había estado antes, el muchacho notó que su caballo paraba.
—Aquí hay vida —le comunicó al Alquimista—. No conozco el lenguaje
del desierto, pero mi caballo conoce el lenguaje de la vida.
Desmontaron. El Alquimista no dijo nada. Comenzó a mirar las piedras,
caminando despacio. De repente se detuvo y se agachó cuidadosamente. Había
un agujero en el suelo, entre las piedras; el Alquimista metió la mano dentro
del agujero y después todo el brazo, hasta el hombro. Algo se movió allá
dentro, y los ojos del Alquimista —el muchacho sólo podía verle los ojos— se