Page 65 - El Alquimista
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juntos estos gavilanes.

                   El muchacho sospechó que eran los mismos pájaros que había visto el día
               anterior, pero no dijo nada. El Alquimista encendió el fuego y al poco tiempo
               un delicioso olor a carne llenaba la tienda. Era mejor que el perfume de los
               narguiles.

                   —¿Por qué quiere verme? —preguntó el chico.

                   —Por  las  señales  —repuso  el  Alquimista—.  El  viento  me  contó  que

               vendrías y que necesitarías ayuda.

                   —No  soy  yo.  Es  el  otro  extranjero,  el  Inglés.  Él  es  quien  lo  estaba
               buscando.

                   —Él debe encontrar otras cosas antes de encontrarme a mí. Pero está en el
               camino adecuado: ya ha empezado a contemplar el desierto.

                   —¿Y yo?

                   —Cuando se quiere algo, todo el Universo conspira para que esa persona

               consiga realizar su sueño —dijo el Alquimista repitiendo las palabras del viejo
               rey.  El  muchacho  lo  comprendió:  otro  hombre  estaba  en  su  camino  para
               conducirlo hacia su Leyenda Personal.

                   —Entonces, ¿usted me enseñará?

                   —No. Tú ya sabes todo lo que necesitas. Sólo te voy a ayudar a que puedas
               seguir en dirección a tu tesoro.

                   —Pero hay una guerra entre los clanes —repitió el muchacho.

                   —Yo conozco el desierto.


                   —Ya  encontré  mi  tesoro.  Tengo  un  camello,  el  dinero  de  la  tienda  de
               cristales y cincuenta monedas de oro. Puedo ser un hombre rico en mi tierra.

                   —Pero nada de esto está cerca de las Pirámides —dijo el Alquimista.

                   —Tengo a Fátima. Es un tesoro mayor que todo lo que conseguí juntar.

                   —Ella tampoco está cerca de las Pirámides.

                   Se comieron los gavilanes en silencio. El Alquimista abrió una botella y
               vertió un líquido rojo en el vaso del muchacho. Era vino, uno de los mejores

               vinos que había tomado en su vida. Pero el vino estaba prohibido por la Ley.

                   —El mal no es lo que entra en la boca del hombre —dijo el Alquimista—.
               El mal es lo que sale de ella.

                   El muchacho empezó a sentirse alegre con el vino. Pero el Alquimista le
               inspiraba miedo. Se sentaron fuera de la tienda contemplando el brillo de la
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