Page 60 - El Alquimista
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—¿Quién  es  el  extranjero  que  habla  de  señales?  —preguntó  uno  de  los
               jefes mirándole.

                   —Soy yo —repuso. Y le contó lo que había visto.

                   —¿Y por qué el desierto iba a contar esto a un extraño, cuando sabe que
               estamos aquí desde varias generaciones? —dijo otro jefe tribal.

                   —Porque mis ojos aún no se han acostumbrado al desierto —respondió el
               muchacho—,  y  puedo  ver  cosas  que  los  ojos  demasiado  acostumbrados  no

               consiguen ver.

                   «Y porque yo sé acerca del Alma del Mundo», pensó para sí. Pero no dijo
               nada, porque los árabes no creen en estas cosas.

                   —El  Oasis  es  un  terreno  neutral.  Nadie  ataca  a  un  Oasis  —replicó  un
               tercer jefe.

                   —Yo sólo cuento lo que vi. Si no queréis creerlo, no hagáis nada.

                   Un  completo  silencio  se  abatió  sobre  la  tienda,  seguido  de  una  exaltada

               conversación  entre  los  jefes  tribales.  Hablaban  en  un  dialecto  árabe  que  el
               muchacho no entendía, pero cuando hizo ademán de irse, un guardián le dijo
               que se quedara. El muchacho empezó a sentir miedo; las señales decían que
               algo andaba mal. Lamentó haber conversado con el camellero sobre esto.

                   De  repente,  el  viejo  que  estaba  en  el  centro  insinuó  una  sonrisa  casi
               imperceptible, que tranquilizó al muchacho. El viejo no había participado en la

               discusión, ni había dicho palabra hasta aquel momento. Pero el muchacho ya
               estaba acostumbrado al Lenguaje del Mundo, y pudo sentir una vibración de
               Paz cruzando la tienda de punta a punta. Su intuición le dijo que había actuado
               correctamente al ir.

                   La  discusión  terminó.  Se  quedaron  en  silencio  durante  algún  tiempo,
               escuchando  al  viejo.  Después,  éste  se  giró  hacia  el  muchacho.  Esta  vez  su
               rostro era frío y distante.

                   —Hace dos mil años, en una tierra lejana, arrojaron a un pozo y vendieron

               como  esclavo  a  un  hombre  que  creía  en  los  sueños  —dijo—.  Nuestros
               mercaderes lo compraron y lo trajeron a Egipto. Y todos nosotros sabemos que
               quien cree en los sueños también sabe interpretarlos.

                   «Aun  cuando  no  siempre  consiga  realizarlos»,  pensó  el  muchacho
               acordándose de la vieja gitana.

                   —A causa de los sueños del faraón con vacas flacas y gordas, este hombre

               libró a Egipto del hambre. Su nombre era José. También era un extranjero en
               una tierra extranjera, como tú, y debía de tener más o menos tu edad.

                   El silencio continuó. Los ojos del viejo se mantenían fríos.
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