Page 59 - El Alquimista
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Dios había mostrado un futuro al muchacho, pensó el camellero, porque
quería que el muchacho fuese Su instrumento.
—Ve a hablar con los jefes tribales —le dijo—. Háblales de los guerreros
que se aproximan.
—Se reirán de mí.
—Son hombres del desierto, y los hombres del desierto están
acostumbrados a las señales.
—Entonces ya deben de saberlo.
—Ellos no se preocupan por eso. Creen que si tienen que saber algo que
Alá quiera contarles, lo sabrán a través de alguna persona. Ya pasó muchas
veces antes. Pero hoy, esa persona eres tú.
El muchacho pensó en Fátima. Y decidió ir a ver a los jefes tribales.
—Traigo señales del desierto —dijo al guardián que estaba frente a la
entrada de la inmensa tienda blanca, en el centro del oasis—. Quiero ver a los
jefes.
El guarda no respondió. Entró y tardó mucho en regresar. Lo hizo
acompañado de un árabe joven, vestido de blanco y oro. El muchacho contó al
joven lo que había visto. Él le pidió que esperase un poco y volvió a entrar.
Cayó la noche. Entraron y salieron varios árabes y mercaderes. Poco a
poco las hogueras se fueron apagando y el oasis comenzó a quedar tan
silencioso como el desierto. Sólo la luz de la gran tienda continuaba
encendida. Durante todo este tiempo, el muchacho estuvo pensando en Fátima,
aún sin comprender la conversación de aquella tarde.
Finalmente, después de muchas horas de espera, el guardián le mandó
entrar.
Lo que vio lo dejó extasiado. Nunca hubiera podido imaginar que en medio
del desierto existiese una tienda como aquélla. El suelo estaba cubierto con las
más bellas alfombras que jamás había pisado y del techo pendían lámparas de
metal amarillo labrado, cubierto de velas encendidas. Los jefes tribales estaban
sentados en el fondo de la tienda, en semicírculo, descansando sus brazos y
piernas en almohadas de seda con ricos bordados. Diversos criados entraban y
salían con bandejas de plata llenas de especias y té. Algunos se encargaban de
mantener encendidas las brasas de los narguiles. Un suave aroma llenaba el
ambiente.
Había ocho jefes, pero el muchacho pronto se dio cuenta de cuál era el más
importante: un árabe vestido de blanco y oro, sentado en el centro del
semicírculo. A su lado estaba el joven árabe con quien había conversado antes.