Page 61 - El Alquimista
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—Siempre seguimos la Tradición. La Tradición salvó a Egipto del hambre
en aquella época y lo convirtió en el más rico de todos los pueblos. La
Tradición enseña cómo los hombres deben atravesar el desierto y casar a sus
hijas. La Tradición dice que un Oasis es un terreno neutral, porque ambos
lados tienen Oasis y son vulnerables.
Nadie dijo una palabra mientras el viejo hablaba.
—Pero la Tradición dice también que debemos creer en los mensajes del
desierto. Todo lo que sabemos nos lo enseñó el desierto.
El viejo hizo una señal y todos los árabes se levantaron. La reunión estaba
a punto de terminar. Los guardianes apagaron los narguiles y se alinearon en
posición de firmes. El muchacho se preparó para salir, pero el viejo habló una
vez más:
—Mañana romperemos un acuerdo que dice que nadie en el oasis puede
portar armas. Durante todo el día aguardaremos a los enemigos. Cuando el sol
descienda en el horizonte, los hombres me devolverán las armas. Por cada diez
enemigos muertos, tú recibirás una moneda de oro.
»Sin embargo, las armas no pueden salir de su lugar sin experimentar la
batalla. Son caprichosas como el desierto, y si las acostumbramos a esto, la
próxima vez pueden tener pereza de disparar. Si al acabar el día de mañana
ninguna de ellas ha sido utilizada, por lo menos una será usada contra ti.
El oasis sólo estaba iluminado por la luna llena cuando el muchacho salió.
Tenía veinte minutos de caminata hasta su tienda y echó a andar.
Estaba asustado por todo lo sucedido. Se había sumergido en el Alma del
Mundo y el precio que tenía que pagar por creer en aquello era su vida. Una
apuesta elevada. Pero había apostado alto desde el día en que vendió sus
ovejas para seguir su Leyenda Personal. Y, como decía el camellero, no hay
tanta diferencia entre morir mañana u otro día. Cualquier día estaba hecho
para ser vivido o para abandonar el mundo. Todo dependía de una palabra:
Maktub.
Caminó en silencio. No estaba arrepentido. Si muriese mañana sería
porque Dios no tendría ganas de cambiar el futuro. Pero moriría después de
haber cruzado el estrecho, trabajado en una tienda de cristales, conocido el
silencio del desierto y los ojos de Fátima. Había vivido intensamente cada uno
de sus días desde que salió de su casa, hacía ya tanto tiempo. Si muriese
mañana, sus ojos habrían visto muchas más cosas que los ojos de otros
pastores, y el muchacho estaba orgulloso de ello.
De repente oyó un estruendo y fue arrojado súbitamente a tierra por el
impacto de un viento que no conocía. El lugar se llenó de una polvareda tan