Page 57 - El Alquimista
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mujer. «Cuando se ama, las cosas adquieren aún más sentido», pensó.
De repente, un gavilán dio una rápida zambullida en el cielo y atacó al
otro. Cuando hizo este movimiento, el muchacho tuvo una súbita y rápida
visión: un ejército, con las espadas desenvainadas, entraba en el oasis. La
visión desapareció en seguida, pero aquello le dejó sobresaltado. Había oído
hablar de los espejismos, y ya había visto algunos: eran deseos que se
materializaban sobre la arena del desierto. Sin embargo, él no deseaba que
ningún ejército invadiera el oasis.
Decidió olvidar todo aquello y volver a su meditación. Intentó nuevamente
concentrarse en el desierto color de rosa y en las piedras. Pero algo en su
corazón lo mantenía intranquilo.
«Sigue siempre las señales», le había dicho el viejo rey. Y el muchacho
pensó en Fátima. Se acordó de lo que había visto, y presintió lo que estaba a
punto de suceder.
Con mucha dificultad salió del trance en que había entrado. Se levantó y
comenzó a caminar en dirección a las palmeras. Una vez más percibía el
múltiple lenguaje de las cosas: esta vez, el desierto era seguro, y el oasis se
había transformado en un peligro.
El camellero estaba sentado al pie de una datilera, contemplando también
la puesta del sol. Vio salir al muchacho de detrás de una de las dunas.
—Se aproxima un ejército —dijo—. He tenido una visión.
—El desierto llena de visiones el corazón de un hombre —repuso el
camellero.
Pero el muchacho le explicó lo de los gavilanes: estaba contemplando su
vuelo cuando se había sumergido de repente en el Alma del Mundo.
El camellero permaneció callado; entendía lo que el muchacho decía. Sabía
que cualquier cosa en la faz de la tierra puede contar la historia de todas las
cosas. Si abriese un libro en cualquier página, o mirase las manos de las
personas, o las cartas de la baraja, o el vuelo de los pájaros, o fuera lo que
fuese, cualquier persona encontraría alguna conexión de sentido con alguna
situación que estaba viviendo. Pero en verdad, no eran las cosas las que
mostraban nada; eran las personas que, al mirarlas, descubrían la manera de
penetrar en el Alma del Mundo.
El desierto estaba lleno de hombres que se ganaban la vida porque podían
penetrar con facilidad en el Alma del Mundo. Se les conocía con el nombre de
Adivinos, y eran muy temidos por las mujeres y los ancianos. Los Guerreros
raramente los consultaban, porque era imposible entrar en una batalla sabiendo
cuándo se va a morir. Los Guerreros preferían el sabor de la lucha y la