Page 64 - El Alquimista
P. 64

Los hombres del oasis cercaron a los jinetes del desierto. A la media hora
               había  cuatrocientos  noventa  y  nueve  cuerpos  esparcidos  por  el  suelo.  Los
               niños estaban en el otro extremo del bosque de palmeras, y no vieron nada.
               Las mujeres rezaban por sus maridos en las tiendas, y tampoco vieron nada. Si
               no hubiera sido por los cuerpos esparcidos, el oasis habría parecido vivir un
               día normal.

                   Sólo le perdonaron la vida a un guerrero: el comandante del batallón. Por

               la tarde fue conducido ante los jefes tribales, que le preguntaron por qué había
               roto la Tradición. El comandante respondió que sus hombres tenían hambre y
               sed, estaban exhaustos por tantos días de batalla, y habían decidido tomar un
               oasis para poder recomenzar la lucha.

                   El jefe tribal dijo que lo sentía por los guerreros, pero la Tradición jamás
               puede  quebrantarse.  La  única  cosa  que  cambia  en  el  desierto  son  las  dunas
               cuando sopla el viento.


                   Después condenó al comandante a una muerte sin honor. En vez de morir
               por el acero o por una bala de fusil, fue ahorcado desde una palmera también
               muerta, y su cuerpo se balanceó con el viento del desierto.

                   El  jefe  tribal  llamó  al  extranjero  y  le  dio  cincuenta  monedas  de  oro.
               Después volvió a recordar la historia de José en Egipto y le pidió que fuese el

               Consejero del Oasis.

                   Cuando  el  sol  se  hubo  puesto  por  completo  y  las  primeras  estrellas
               comenzaron a aparecer (no brillaban mucho, porque aún había luna llena), el
               muchacho se dirigió caminando hacia el sur. Solamente había una tienda, y
               algunos árabes que pasaban por allí decían que el lugar estaba lleno de djins.
               Pero  el  muchacho  se  sentó  y  esperó  durante  mucho  tiempo.  El  Alquimista
               apareció cuando la luna ya estaba alta en el cielo. Traía dos gavilanes muertos

               en el hombro.

                   —Aquí estoy —dijo el muchacho.

                   —Pero no es aquí donde deberías estar —respondió el Alquimista—. ¿O tu
               Leyenda Personal era llegar hasta aquí?

                   —Hay guerra entre los clanes. No se puede cruzar el desierto.

                   El  Alquimista  bajó  del  caballo  e  hizo  una  señal  al  muchacho  para  que
               entrase con él en la tienda. Era una tienda igual que todas las otras que había
               conocido en el oasis —exceptuando la gran tienda central, que tenía el lujo de

               los cuentos de hadas—. El chico buscó con la mirada los aparatos y hornos de
               alquimia, pero no encontró nada: sólo unos pocos libros apilados, un fogón
               para cocinar y las alfombras llenas de dibujos misteriosos.

                   —Siéntate,  que  prepararé  un  té  —dijo  el  Alquimista.  Y  nos  comeremos
   59   60   61   62   63   64   65   66   67   68   69