Page 81 - El Alquimista
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Pasó el primer día. Hubo una gran batalla en las inmediaciones, y varios
               heridos  fueron  trasladados  al  campamento  militar.  «Nada  cambia  con  la
               muerte», pensaba el muchacho. Los guerreros que morían eran sustituidos por
               otros, y la vida continuaba.

                   —Podrías haber muerto más tarde, amigo mío —dijo el guarda al cuerpo
               de un compañero suyo—. Podrías haber muerto cuando llegase la paz. Pero
               hubieras terminado muriendo de cualquier manera.


                   Al caer el día, el muchacho fue a buscar al Alquimista. Llevaba al halcón
               hacia el desierto.

                   —No sé transformarme en viento —repitió el muchacho.

                   —Acuérdate de lo que te dije: el mundo no es más que la parte visible de
               Dios. Y que la Alquimia es traer al plano material la perfección espiritual.

                   —¿Y ahora qué hace?

                   —Alimento a mi halcón.


                   —Si no consigo transformarme en viento, moriremos —dijo el muchacho
               —. ¿Para qué alimentar al halcón?

                   —Quien morirá eres tú —replicó el Alquimista—. Yo sé transformarme en
               viento.

                   El segundo día, el muchacho fue hasta lo alto de una roca que quedaba
               cerca del campamento. Los centinelas lo dejaron pasar; ya habían oído hablar
               del brujo que se transformaba en viento, y no querían acercarse a él. Además,

               el desierto era una enorme e infranqueable muralla.

                   Se pasó el resto de la tarde del segundo día mirando al desierto. Escuchó a
               su corazón. Y el desierto escuchó su angustia.

                   Ambos hablaban la misma lengua.

                   Al tercer día, el general se reunió con los principales comandantes.

                   —Vamos a ver al muchacho que se transforma en viento —dijo el general
               al Alquimista.

                   —Vamos a verlo —repuso el Alquimista.


                   El muchacho los condujo hasta el lugar donde había estado el día anterior.
               Entonces les pidió a todos que se sentaran.

                   —Tardaré un poco —advirtió el muchacho.

                   —No  tenemos  prisa  —respondió  el  general—.  Somos  hombres  del
               desierto.
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