Page 90 - El Alquimista
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otras personas que habían sido curadas por él, aprendió sus enseñanzas y, a
               pesar  de  ser  un  centurión  romano,  se  convirtió  a  su  fe.  Hasta  que  cierta
               mañana llegó hasta el Rabino.

                   »Le contó que tenía un siervo enfermo, y el Rabino se ofreció a ir hasta su
               casa. Pero el centurión era un hombre de fe y, mirando al fondo de los ojos del
               Rabino,  comprendió  que  estaba  delante  del  propio  Hijo  de  Dios  cuando  las
               personas de su alrededor se levantaron.


                   »Éstas son las palabras de tu hijo —prosiguió el ángel—. Son las palabras
               que le dijo al Rabino en aquel momento, y que nunca más fueron olvidadas:
               "Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa, pero decid una sola palabra
               y mi siervo será salvo."»

                   El Alquimista espoleó su caballo.

                   —No  importa  lo  que  haga,  cada  persona  en  la  Tierra  está  siempre
               representando  el  papel  principal  de  la  Historia  del  mundo  —dijo—.  Y

               normalmente no lo sabe.

                   El  muchacho  sonrió.  Nunca  había  pensado  que  la  vida  pudiese  ser  tan
               importante para un pastor.

                   —Adiós —dijo el Alquimista.

                   —Adiós —repuso el muchacho.

                   El  muchacho  caminó  dos  horas  y  media  por  el  desierto,  procurando

               escuchar atentamente lo que decía su corazón. Era él quien le revelaría el lugar
               exacto donde estaba escondido el tesoro.

                   «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», le había dicho el
               Alquimista. Pero su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la
               historia de un pastor que había dejado sus ovejas para seguir un sueño que se
               repitió dos noches. Hablaba de la Leyenda Personal, y de muchos hombres que
               hicieron lo mismo, que fueron en busca de tierras lejanas o de mujeres bonitas,

               haciendo frente a los hombres de su época, con sus prejuicios y con sus ideas.
               Habló durante todo aquel tiempo de viajes, de descubrimientos, de libros y de
               grandes cambios.

                   Cuando  se  disponía  a  subir  una  duna  —y  sólo  en  aquel  momento—,  su
               corazón le susurró al oído: «Estate atento cuando llegues a un lugar en donde
               vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en ese lugar está tu tesoro.»

                   El  muchacho  comenzó  a  subir  la  duna  lentamente.  El  cielo,  cubierto  de

               estrellas, mostraba nuevamente la luna llena; habían caminado un mes por el
               desierto. La luna iluminaba también la duna, en un juego de sombras que hacía
               que  el  desierto  pareciese  un  mar  lleno  de  olas,  y  que  hizo  recordar  al
               muchacho el día en que había soltado a su caballo para que corriera libremente
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