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las nubes. Así que le dijo al anciano que estaba bien, que iría
a la casa de los Siete Truenos para sembrar y cosechar, para
barrer la casa y traer agua del pozo, para poner los frijoles
en la olla y estar atento a que el fuego no se apagara.
Los Siete Truenos vivían en una casita de piedra, encima
de una gran pirámide llena de nichos. Seis hombrecitos de
barba cana, grandes bigotes y cejas tan pobladas que casi
les cubrían los ojos se asomaron a recibirlos.
—¿Quién viene contigo, hermano?
—preguntaron a coro.
—Un muchacho que encontré en la
selva. Viene para ayudarnos a sembrar
y cosechar, a barrer la casa y traer agua
del pozo, a poner los frijoles y atender el
fuego para que no nos falte.
—Y también para subir a las…
—comenzó a decir Tajín, pero nadie le
hizo caso. Los Truenos no estaban muy
conformes.
—¿Un extraño en nuestra casa?
¡Ya no tendremos secretos! ¡Aprenderá
nuestras mañas! Tiene cara de bribón
—dijeron todos hablando al mismo tiempo.
Tajín sintió que la rabia lo colmaba y
estaba a punto de arremeter a pedradas
contra los siete ancianos, cuando su
protector tomó la palabra:
—Calma, hermanos, por favor.
Nosotros tenemos tareas importantes
que atender. ¿No protestamos cada vez
que nos toca quedarnos en casa mientras
los demás van a bailar a las nubes? A ver,
¿quién se queda hoy a poner los frijoles?
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