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—¡Ahí viene Tajín! —pasó la voz
entre los árboles y los monos y las
hormigas negras y las hormigas rojas, que
apresuraron el paso pero sin romper filas.
El chamaco se sintió un tanto
decepcionado porque sus cejas no eran
tan pobladas como las de los Truenos.
Le molestó ver su rostro lampiño, sin
barbas ni bigotes, y frunció el entrecejo.
—¡Cuidado, cuidado con Tajín! —corrió la voz por los
diminutos túneles en sombras y por las más altas ramas,
hasta que alcanzó a los Truenos, que iban por el camino
muy quitados de la pena.
—¿Qué dicen los árboles? —preguntó el Trueno Viejo,
que no tenía el oído muy fino.
—No hagas caso, hermano, ya los conoces. Son unos
escandalosos. Harían cualquier cosa para llamar la atención
—le contestaron los demás, ansiosos por llegar a Papantla
y comprar sus puros. ¡Si hubieran visto lo que hacía Tajín!
El muchacho había recorrido ya la escalinata y
comenzaba a subir por los aires. Los primeros pasos fueron
difíciles. No se atrevía Tajín. Sentía miedo. Sin embargo,
no tardó mucho en tomar confianza. Por unos momentos
quedó arrobado. ¡Qué hermosa era la selva vista desde
arriba! Tajín tenía la pirámide a sus pies, entre un sinfín de
colinas rabiosamente verdes, y más allá las montañas y a lo
lejos el mar. Pero pronto dejó de admirar el paisaje.
Comenzó a correr persiguiendo las nubes. Cada vez que
agitaba la capa para juntarlas soplaba el aire. La agitaba
con más fuerza y entonces arreciaba el viento y las nubes
enloquecían como venados perseguidos. “¡Jajay, jajay,
jajay!”, comenzó a gritar Tajín. En voz baja primero. Después
más alto, dándose ánimo. Por fin con todas sus fuerzas,
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