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—¡Mis botas, mi capa, mi espada!
¡Demonios, se las llevó! —comprendió
finalmente el Trueno Mayor, arrancándose
los bigotes de rabia.
—Deprisa, deprisa, vamos por él
—dijeron a coro solamente seis Truenos
que salieron para perseguir a Tajín.
Era difícil subir con tanto viento, con tanta agua, con
el estrépito de la tormenta.
Empapados iban los Truenos, trabajosamente.
Deslumbrados por los relámpagos. Quitándose el agua de
la cara con las manos. Respirando apenas. Resbalando en
las primeras nubes como si fueran piedras de río.
Por fin lograron pasar la barrera de las nubes. Más
allá brillaba el sol y el cielo era tan azul como siempre.
Allí estaba Tajín, brincoteando de un lado a otro. Primero
sobre un pie, luego sobre el otro, después dando vueltas
como un remolino, tirando tajos con la espada. Y cada
uno de sus movimientos daba un nuevo impulso a la
tormenta: resoplaba el viento o crecía la lluvia o caían más
relámpagos y truenos.
En cuanto Tajín vio venir a los Truenos salió corriendo
entre las nubes. Trepaba, se escondía, saltaba, se escabullía,
burlaba a sus perseguidores. Los seis Truenos se afanaban
por alcanzarlo; se separaban para cortarle las salidas;
procuraban acorralarlo. Pero el chamaco los esquivaba, los
dejaba atrás, salía disparado en otra dirección.
Y con tanto movimiento, con tanto taconeo, con tanto
agitar las espadas y las capas, la tormenta arreciaba más
y más.
Pasaron muchas horas antes de que los seis Truenos
lograran atrapar a Tajín. Cuando finalmente lo consiguieron,
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