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al mismo tiempo que sacaba la espada y comenzaba a
girar. Todo el cielo y la tierra y aun el mar interminable se
llenaron con una luz cegadora.
Empezó a bailar Tajín. Pero sus pasos no eran
acompasados y armoniosos como los de los Truenos;
eran torpes y descompuestos. Alzaron un viento terrible.
Entre relámpagos y truenos desgranaron contra la selva
un chubasco violentísimo. No era la lluvia bendita de los
Truenos, sino una tormenta devastadora. Había tantas
nubes, y tan negras, que el día se había oscurecido. La
lluvia desgajaba ramas de los árboles y hacía crecer
los ríos. Tiritando y empapados, los animales buscaban
guarecerse en las alturas.
Y mientras más arreciaba la tormenta Tajín bailaba
con más bríos, taconeaba con mayor fuerza, hacía
revolotear su capa con más ganas, clavaba furiosamente
los tacones en los lomos de las nubes, gritaba más y más
alto: “¡Jajay, jajay, jajay!”.
Apenas iban llegando a Papantla los Truenos cuando
un repentino vendaval les arrancó los sombreros.
—¡Diablos! —gritó el Trueno Mayor,
al mismo tiempo que salía corriendo por
su sombrero.
—¡Las nubes! ¡Miren las nubes!
—exclamó el Trueno Viejo, que siempre
tenía la buena o la mala fortuna de
descubrir todo lo que estaba pasando.
—¡El muchacho! ¡Esto lo hizo el
muchacho! —dijo el Trueno Doble, a
quien no era fácil engañar, pues todo lo
consideraba por lo menos dos veces.
—¡Ese demonio! De seguro ni
siquiera puso los frijoles. ¡Dejó sola la
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