Page 85 - Coleccion d elibros de lectura
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al mismo tiempo que sacaba la espada y comenzaba a
                  girar. Todo el cielo y la tierra y aun el mar interminable se
                  llenaron con una luz cegadora.
                                 Empezó a bailar Tajín. Pero sus pasos no eran
                             acompasados y armoniosos como los de los Truenos;
                             eran torpes y descompuestos. Alzaron un viento terrible.
                             Entre relámpagos y truenos desgranaron contra la selva
                             un chubasco violentísimo. No era la lluvia bendita de los
                             Truenos, sino una tormenta devastadora. Había tantas
                             nubes, y tan negras, que el día se había oscurecido. La

                             lluvia desgajaba ramas de los árboles y hacía crecer
                             los ríos. Tiritando y empapados, los animales buscaban
                             guarecerse en las alturas.
                                            Y mientras más arreciaba la tormenta Tajín bailaba
                                        con más bríos, taconeaba con mayor fuerza, hacía
                                        revolotear su capa con más ganas, clavaba furiosamente
                                        los tacones en los lomos de las nubes, gritaba más y más

                                        alto: “¡Jajay, jajay, jajay!”.
                                            Apenas iban llegando a Papantla los Truenos cuando
                                        un repentino vendaval les arrancó los sombreros.
                                                               —¡Diablos! —gritó el Trueno Mayor,
                                                           al mismo tiempo que salía corriendo por
                                                           su sombrero.
                                                               —¡Las nubes! ¡Miren las nubes!
                                                           —exclamó el Trueno Viejo, que siempre
                                                           tenía la buena o la mala fortuna de
                                                           descubrir todo lo que estaba pasando.

                                                               —¡El muchacho! ¡Esto lo hizo el
                                                           muchacho! —dijo el Trueno Doble, a
                                                           quien no era fácil engañar, pues todo lo
                                                           consideraba por lo menos dos veces.
                                                                —¡Ese demonio! De seguro ni
                                                           siquiera puso los frijoles. ¡Dejó sola la






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