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De  vuelta  al  medio  urbano,  transitaron  por  el  tradicional  mercado  provenzal  de  Antibes,  ciudad
            fortificada junto al mar. En los puestos, Cloe admiraba la infinidad de frutas, sin saber cuál le gustaría

            más.


            —Recuerdo que las cerezas son locales y estaban muy sabrosas. —Algún tiempo atrás, François fue
            un niño y disfrutó de la comida, como cualquier otro ser—. Y el melón es de Cavaillon, está riquísimo.



            Cloe  sintió  pena  por  ese  chico  que  sólo  disfrutaba  de  sabores  en  su  recuerdo.  Cogió  una  cereza
            grande y jugosa y se la metió en la boca. La tendera le dio también una tajada anaranjada de melón,
            uno más pequeño y redondeado que los de piel de sapo a los que ella estaba acostumbrada. ¡Todo

            estaba tan sabroso!


            Pasearon por la localidad y, al llegar al castillo, Cloe leyó un cartel que ponía:
            “Museo Picasso, ciudadano de honor de esta localidad”.



            —¿Picasso? ¿El pintor malagueño? ¿Un museo? ¿Aquí?


            El Poulbot no sabía a qué responder primero, así que lo hizo en orden.



            —Sí, ese pintor. Hay un museo suyo aquí, en Antibes.


            Cloe  ya  estaba  dentro  cuando  François  terminó  de  hablar;  luego  pateó  la  galería  hasta  que  no  le
            quedó un cuadro por descubrir. ¡Se sentía tan orgullosa de este pintor malagueño!



            —Además de la naturaleza, veo que te gusta el arte. Te llevaré a Arlés.
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