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Cuando se pasó el efecto de la poción, no volvieron a coger las bicis. François arrancó un Citroën dos
caballos y se montaron. Era un modelo antiguo que Cloe recordaba de alguna foto de los abuelos. Al
volante conducía un maniquí dirigido por su magia, así no levantaba sospechas. Circularon hasta la
ciudad de Montbeliard, famosa por su industria del automóvil. Después de recorrer la ciudad y ver
algunos parques y monumentos, aparcaron frente al Pabellón de las ciencias y entraron a visitarlo. Se
unieron a los experimentos científicos, casi tan mágicos como la poción de los galos. Cloe diseñó un
Poulbot con el ordenador y lo cortó con láser. El monitor la felicitó por su creatividad; lo que no sabía
el amable señor es que Cloe tenía al modelo justo frente a ella.
Al salir, un buen trozo de queso de Compte y una salchicha de la localidad le hicieron recordar a Cloe
lo mucho que los franceses disfrutan de sus quesos. Ella comenzaba a cogerle el gusto también.
En la plaza de Montmartre, una joven con la boca llena intentaba tragarse su último bocado para no
levantar sospechas. Durante un rato procuraría no decir nada, pues su aliento la delataría.