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Ambos rieron, con esa “isla no isla”. Sus pies se hundían en las blandas arenas. Mientras se
aproximaban, Cloe vio la estatua de San Miguel encima de la abadía. Recordó cuando lo visitó en otra
ciudad francesa y se alegró del reencuentro.
Atravesaron la puerta de la muralla que rodeaba la isla y subieron por una calle empinada hasta llegar
a la abadía de Saint Michel. Dentro del edificio, Cloe disfrutó toda su arquitectura. Lo que más la
impresionó fue una especie de patio con columnas.
—A este claustro se le llama “La Maravilla” —le explicó el Poulbot, que la vio con la cara maravillada.
—Sí, yo también lo llamaría así —respondió Cloe boquiabierta.
—Los monjes de esta abadía escribieron a mano muchas obras, ¿quieres ver alguna?
Y, sin esperar respuesta, se hallaron en el Scriptorium de Avranches, donde se encontraban libros
muy antiguos, con papel amarillento y escritos con tinta. Un señor muy amable la invitó a escribir en
un pergamino con una pluma, al estilo antiguo. Cloe cogió la pluma alegremente e intentó imitar la
letra de uno de los manuscritos; así fue como comprobó lo laborioso que era escribir en la Antigüedad.
En Montmartre, Cloe apareció junto a un pintor. Su mano sujetaba una pluma inexistente y parecía
que dibujaba. El artista creyó que lo imitaba, como si fuese un mimo. Le pareció divertido, así que le
dejó un pincel y un lienzo pequeño para que pintase junto a él. Los padres la fotografiaron, alegres de
tener una hija artista.