Page 150 - veinte mil leguas de viaje submarino
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vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de
                  coralinas, unas ver-des y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a
                  las que los naturalistas han alojado definitiva-mente, tras largas discusiones, en el reino
                  vegetal. Un pensa-dor ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida
                  empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo
                  punto de par-tida».

                  Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos
                  metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el ais-lado
                  «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el do-minio del bosque inmenso, de las
                  grandes vegetaciones mi-nerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por
                  guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices
                  de color y sus destellos fosfo-rescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes
                  per-didos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las
                  meandrinas, las astreas, las fungias, las ca-riófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de
                  gemas res-plandecientes.

                  ¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comuni-car nuestras sensaciones!
                  ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para
                  comuni-carnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos pe-ces que pueblan el
                  líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden
                  recorrer al albe-drío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

                  Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había
                  detenido, con sus hombres for-mando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me
                  di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

                  Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones
                  arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una
                  espe-cie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el
                  suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro
                  centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.

                  Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña
                  escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas
                  protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

                  En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas grosera-mente amontonadas, se erguía una
                  cruz de coral cuyos lar-gos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petri-ficada.

                  A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la
                  cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.

                  Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un ce-menterio, el agujero, una tumba, y el
                  objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo
                  y los suyos habían venido a enterrar a su com-pañero en esa última residencia común, en el
                  fondo inacce-sible del océano!
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