Page 149 - veinte mil leguas de viaje submarino
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animal. Utilizada como re-medio por los antiguos y como joya ornamental por los
mo-dernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel,
data tan sólo de 1694.
El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y
ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los
produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de te-ner una existencia propia. Es,
pues, una especie de socialis-mo natural.
Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al
arborizarse, según la muy atina-da observación de los naturalistas, y nada podía tener
mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha
plantado en el fondo del mar.
Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, camina-mos a lo largo de un banco de
coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano
índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el
entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de
estrella. Pero a dife-rencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fija-das a las
rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.
La luz producía maravillosos efectos entre aquellos rama-jes tan vivamente coloreados.
Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y
ci-líndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados
tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pa-sar
como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como
sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replega-ban en
sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba
en un bloque pétreo.
El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito.
Aquel coral era tan valio-so como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las
costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos
nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.
El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el ki-logramo, y el que allí tenía ante
mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia,
mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos con-juntos inextricables y compactos
que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admira-bles
especímenes de coral rosa.
Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose
ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fan-tástica.
El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo lar-go de una suave pendiente que nos
condujo a una profundi-dad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces
mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que
semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral