Page 147 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Sígame.

                  Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la
                  enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este miste-rio
                  me preocupaba casi tanto como el enfermo.

                  El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el
                  que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico.
                  Era un verdadero prototipo del anglosajón.

                  Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un en-fermo, sino un herido. Su cabeza,
                  envuelta en vendajes san-guinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el
                  vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.

                  La herida era horrible. El cráneo, machacado por un ins-trumento contundente, dejaba el
                  cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se
                  habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del
                  vino. Había a la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era
                  lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía
                  cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.

                  El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a en-friarse las extremidades del cuerpo.
                  Comprendí que la muer-te se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedir-lo. Tras
                  haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.

                  -¿Cómo se ha producido esta herida?

                   ¿Qué puede importar eso?  respondió evasivamente el capitán . Un choque del Nautílus
                  ha roto una de las palan-cas de la maquinaria y herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo
                  está?

                  Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:

                   Puede usted hablar libremente. Este hombre no com-prende el francés.

                  Miré nuevamente al herido y respondí:

                   Va a morir de aquí a dos horas.

                   ¿No hay nada que hacer?

                   Nada.

                  Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de
                  sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.
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