Page 143 - veinte mil leguas de viaje submarino
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El capitán Nemo se paseaba de un extremo a otro de la plataforma, sin mirarme, tal vez sin
                  verme. Su paso era se-guro, pero menos regular que de costumbre. Se detenía de vez en
                  cuando y, los brazos cruzados sobre el pecho, obser-vaba el mar. ¿Qué podía buscar en ese
                  inmenso espacio? El Nautilus se hallaba a varios centenares de millas de la costa más
                  cercana.

                  El segundo había tomado el catalejo con el que interroga-ba obstinadamente al horizonte.
                  Luego comenzó a ir y venir, dando muestras de una agitación nerviosa que contrastaba con
                  la serenidad de su jefe.

                  Parecía que el misterio iba a aclararse rápidamente, pues a una orden del capitán Nemo, la
                  máquina desarrolló una ma-yor potencia imprimiendo a la hélice una rotación más rápida.

                  En aquel momento, el segundo atrajo de nuevo la aten-ción del capitán. Éste suspendió su
                  paseo y dirigió otra vez el catalejo hacia el punto indicado, observándolo detenida-mente.

                  Sumamente intrigado, descendí al salón y volví provisto del catalejo que solía yo usar.
                  Tomando como soporte para el catalejo el saliente formado por el fanal, me disponía a
                  ob-servar a mi vez el punto indicado, cuando, antes incluso de que hubiera podido aplicar el
                  ojo al ocular, se me arrancó brutalmente el instrumento de la mano.

                  Al volverme vi al capitán Nemo ante mí, pero a un capitán Nemo irreconocible. Su
                  fisonomía se había transfigurado. Sus ojos brillaban con un fulgor sombrío bajo su ceño
                  frun-cido. La boca descubría a medias sus dientes apretados. Su cuerpo, tenso; sus puños,
                  cerrados, y su cabeza, replegada entre los hombros, denunciaban la violencia del odio que
                  exhalaba su persona. Estaba inmóvil. Se le había caído mi catalejo de la mano y rodado a
                  sus pies.

                  ¿Era yo quien, sin querer, había provocado ese acceso de cólera? ¿Acaso creía aquel
                  incomprensible personaje que ha-bía sorprendido yo un secreto prohibido a los huéspedes
                  del Nautilus?

                  No. No debía ser yo el destinatario de su odio, puesto que no me miraba, y su atención
                  seguía concentrada obstinada-mente en aquel impenetrable punto del horizonte.

                  El capitán Nemo recobró por fin el dominio de sí mismo. Su fisonomía, tan profundamente
                  alterada, recuperó su cal-ma habitual. Tras dirigir a su segundo algunas palabras en su
                  idioma incomprensible, se volvió hacia mí y me dijo en un tono bastante imperioso:

                   Señor Aronnax, voy a reclamar de usted el cumplimien-to de uno de los compromisos
                  que ha contraído conmigo.

                   ¿De qué se trata, capitán?

                   Tanto usted como sus compañeros deben aceptar que les encierre hasta el momento en
                  que yo juzgue conveniente de-volverles la libertad.
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