Page 142 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Y viva era, puesto que emanaba de una infinita aglomera-ción de infusorios pelágicos, de
las noctilucas miliares, ver-daderos glóbulos de gelatina diáfana, provistos de un flagelo
filiforme, de las que se ha llegado a contar hasta veinticinco mil en treinta centímetros
cúbicos de agua. Su luminosidad se reforzaba con los resplandores propios de las medusas,
de las asterias, de las aurelias, de los dátiles y de otros zoófltos fosforescentes, impregnados
de las materias orgánicas pro-cedentes del desove de los peces y descompuestas por el mar,
y tal vez de las mucosidades secretadas por los peces.
Durante varias horas, el Nautilus se bañó en aquella luz. Nuestra fascinación se hizo aún
más intensa al ver grandes animales marinos evolucionar como salamandras. Vi allí, en
medio de ese fuego que no quema, unas marsopas rápidas y elegantes, infatigables payasos
de los mares, y unos istióforos o espadones veleros, de tres metros de longitud, de quienes
se dice que anuncian los huracanes, y que golpeaban, a veces, nuestros cristales con su
formidable espada. Aparecieron luego peces más pequeños, entre ellos variados balistes,
es-cómbridos saltadores, nasones y otros muchos que rayaban de colores fulgurantes y
zigzagueantes el agua luminosa.
Era un espectáculo prodigioso, deslumbrante el de aquel fenómeno, cuya intensidad tal vez
era acrecentada por algu-na perturbación atmosférica. ¿Se estaba desencadenando acaso
una tempestad en la superficie del océano? De ser así, el Nautilus, a unos cuantos metros de
profundidad, no sen-tía su furor y se mecía apaciblemente en medio de las aguas tranquilas.
Así proseguía nuestro viaje, siempre amenizado por algu-na nueva maravilla. Conseil
observaba y clasificaba sus zoó-fitos, sus articulados, sus moluscos y sus peces. Los días
pa-saban rápidamente y ya no los contaba yo. Por su parte, Ned se entretenía tratando de
variar la dieta de a bordo. Éramos unos verdaderos caracoles, ya acostumbrados a nuestro
ca-parazón. Por eso puedo afirmar que es fácil llegar a ser un perfecto caracol. Así
estábamos, adaptados ya a una existen-cia que había llegado a parecernos fácil y natural,
sin que apenas pudiéramos imaginar ya que existiera una vida diferente en la superficie de
la tierra, cuando sobrevino un acon-tecimiento que habría de recordarnos lo extraño de
nuestra situación.
El 18 de enero, el Nautilus se hallaba a 1050 de longitud y 150 de latitud meridional. El
tiempo estaba tormentoso y agitado y duro el mar. Soplaba con fuerza el viento del Este. En
baja desde hacía varios días, el barómetro anunciaba tempestad. Había subido yo a la
plataforma en el momento en que el segundo tomaba sus medidas de ángulos horarios.
Esperaba yo oír, como siempre, la frase cotidiana. Pero aquel día esa frase fue reemplazada
por otra no menos incom-prensible. Casi inmediatamente vi aparecer al capitán Nemo,
quien, provisto de un catalejo, escrutó el horizonte. Durante algunos minutos, el capitán
permaneció inmóvil en su contemplación. Luego, bajó su catalejo y cambió unas palabras
con su segundo, quien parecía presa de una emo-ción que se esforzaba en vano por
contener. El capitán Nemo, más dueño de sí, permanecía sereno. Daba la impre-sión de que
oponía algunas objeciones a lo que decía el se-gundo, a juzgar, al menos, por la diferencia
entre el tono y los gestos de ambos.
Por mi parte, había mirado cuidadosamente en la dirección escrutada por el capitán Nemo,
sin ver otra cosa que la nítida línea del horizonte en que se confundían el cielo y el mar.