Page 313 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Durante un cuarto de hora continuamos observando al barco que se dirigía hacia nosotros.
Yo no podía admitir, sin embargo, que hubieran podido reconocer al Nautilus a esa
distancia y aún menos que supiesen lo que era este ingenio submarino.
No tardó el canadiense en precisar que se trataba de un buque de guerra acorazado de dos
puentes. Sus dos chime-neas escupían una espesa humareda negra. Sus velas plega-das se
confundían con las líneas de las vergas, y a popa no llevaba izado el pabellón. La distancia
impedía aún distinguir los colores de su gallardete que flotaba como una delga-da cinta.
Avanzaba rápidamente. Si el capitán Nemo le deja-ba acercarse se abriría ante nosotros una
posibilidad de sal-vación.
Señor dijo Ned Land , como pase a una milla de noso-tros me tiro al mar, y les
exhorto a hacer como yo.
No respondí a la proposición del canadiense, y continué observando al barco, que
aumentaba de tamaño a medida que se acercaba. Ya fuese inglés, francés, americano o ruso,
era seguro que nos acogerían si podíamos acercarnos a él.
El señor haría bien en recordar dijo entonces Conseil-- que ya tenemos alguna
experiencia de la natación. Puede confiar en que yo le remolcaré si decide seguir al amigo
Ned.
Iba a responderle, cuando un vapor blanco surgió a proa del navío de guerra. Algunos
segundos después, el agua, perturbada por la caída de un cuerpo pesado, salpicó la popa del
Nautilus. Inmediatamente se escuchó una detona-ción.
¡Vaya! ¡Nos cañonean! exclamé.
¡Buena gente! murmuró el canadiense.
No nos toman, pues, por náufragos aferrados a una tabla.
Mal que le pese al señor.. Bueno -dijo Conseil, sacu-diéndose el agua que un nuevo obús
había hecho saltar so-bre él , decía que han debido reconocer al narval y lo están
canoneando.
Pero deberían ver repuse que están tirando contra hombres.
Tal vez sea por eso respondió Ned Land, mirándome.
Sus palabras me hicieron comprender. Sin duda, se sabía a qué atenerse ya sobre la
existencia del supuesto monstruo. Sin duda, en su colisión con el Abraham Lincoln cuando
el canadiense le golpeó con su arpón, el comandante Farragut había reconocido en el narval
a un barco submarino, más peligroso que un sobrenatural cetáceo. Sí, eso debía ser, y era
seguro que en todos los mares se perseguía a ese terrible in genio de destrucción. Terrible,
en efecto, si, como podía su ponerse, el capitán Nemo empleara al Nautilus en una obra de