Page 317 - veinte mil leguas de viaje submarino
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alba recomenzó su cañoneo. No podía faltar ya mucho tiempo para que el Nautilus se
                  decidiera a atacar y nosotros a dejar para siempre a aquel hombre al que yo no osaba juzgar.

                  Me disponía ya a bajar, a fin de prevenir a mis compane-ros, cuando el segundo subió a la
                  plataforma, acompañado de varios marinos. El capitán Nemo no les vio o no quiso verlos.
                  Se tomaron las disposiciones que podrían llamarse de «zafarrancho de combate». Eran muy
                  sencillas; consis-tían únicamente en bajar la barandilla de la plataforma, el receptáculo del
                  fanal y la cabina del timonel para que la su-perficie del largo cigarro de acero no ofreciera
                  un solo sa-liente que pudiese dificultar sus movimientos.


                  Regresé al salón. El Nautilus continuaba navegando en su-perficie. Las primeras luces del
                  día se infiltraban en el agua. De vez en cuando, con las ondulaciones de las olas se
                  anima-ban los cristales del salón con los tonos encendidos del sol levante. Amanecía aquel
                  terrible 2 de junio.

                  A las cinco, la corredera me indicó que el Nautilus reducía su velocidad. Quería eso decir
                  que dejaba acercarse al buque de guerra, cuyos cañonazos se oían cada vez con más
                  inten-sidad. Los obuses surcaban el agua circundante y se hun-dían en ella con un silbido
                  singular.

                  -Amigos míos  dije , ha llegado el momento. Un apretón de manos y que Dios nos
                  guarde.

                  Ned Land estaba decidido, Conseil, tranquilo, yo, nervio-so, sin poder contenerme apenas.
                  Pasamos a la biblioteca.

                  Pero en el momento en que yo empujaba la puerta que co-municaba con la escalera central,
                  oí el ruido de la escotilla al cerrarse bruscamente. El canadiense se lanzó hacia los
                  pel-daños, pero conseguí retenerle. Un silbido bien conocido in-dicaba que el agua
                  penetraba en los depósitos. En efecto, en unos instantes el Nautilus se sumergió a algunos
                  metros de la superficie.

                  Era ya demasiado tarde para actuar.

                  Comprendí la maniobra. El Nautilus no iba a golpear al buque en su impenetrable coraza,
                  sino por debajo de su lí-nea de flotación, donde el casco no está blindado.

                  De nuevo estábamos aprisionados, como obligados testi-gos del siniestro drama que se
                  fraguaba. Apenas tuvimos tiempo para reflexionar. Refugiados en mi camarote, nos
                  mirábamos sin pronunciar una sola palabra. Me sentía do-minado por un profundo estupor,
                  incapaz de pensar. Me ha-llaba en ese penoso estado que precede a la espera de una
                  es-pantosa detonación. Esperaba, escuchaba, con todo mi ser concentrado en el oído.

                  La velocidad del Nautilus aumentó sensiblemente hasta hacer vibrar toda su armazón. Era
                  el indicio de que estaba tomando impulso.
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