Page 322 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Eran ya las nueve y media. Me sujetaba la cabeza entre las manos para impedirle estallar.
Cerré los ojos. No quería pensar. ¡Media hora aún de espera! ¡Media hora más de
pe-sadilla, de una pesadilla que iba a volverme loco!
En aquel momento, oí los vagos acordes del órgano, una armonía triste bajo un canto
indefinible, la queja de un alma que quiere romper sus lazos terrestres. Escuché con todos
mis sentidos a la vez, respirando apenas, sumergido como e capitán Nemo en uno de esos
éxtasis musicales que le lleva-ban fuera de los límites de este mundo.
Me aterró la súbita idea de que el capitán Nemo saliera de su camarote y de que estuviera
en el salón que yo debía atra-vesar para huir. Le encontraría allí por última vez y él me
ve-ría, ¡me hablaría tal vez! Un solo gesto suyo podía aniquilar-me, una sola palabra suya
podía encadenarme a su Nautilus
Iban a dar las diez. Había llegado el momento de abando-nar mi camarote y de ir a
reunirme con mis compañeros. No debía vacilar, aunque el capitán Nemo se irguiera ante
mí.
Abrí la puerta con cuidado, y, sin embargo, me pareció que al girar sobre sus goznes hacía
un ruido terrible. Tal vez el ruido resonara únicamente en mi imaginación. Avancé
lentamente por los corredores oscuros del Nautilus, dete-niéndome a cada paso para
contener los latidos de mi cora-zón. Llegué a la puerta angular del salón y la abrí con suma
precaución. El salón estaba sumido en una profunda oscuri-dad. Los acordes del órgano
resonaban débilmente. El capi-tán Nemo estaba allí. No podía verme. Creo incluso que aun
en plena luz no me hubiese visto, absorto como estaba en su éxtasis.
Me deslicé sobre la alfombra, tratando de evitar el menor tropiezo que pudiese traicionar mi
presencia. Necesité cin-co minutos para llegar a la puerta del fondo que daba a la
bi-blioteca. Me disponía a abrirla, cuando un suspiro del capi-tán Nemo me clavó al suelo.
Comprendí que iba a levantarse, e incluso lo entreví al filtrarse hasta el salón la luz de la
bi-blioteca. Vino hacia mí, los brazos cruzados, silencioso, des-lizándose más que andando,
como un espectro. Su pecho oprimido se hinchaba de sollozos. Y lo oí murmurar estas
palabras, las últimas que guardo de él:
¡Dios Todopoderoso! ¡Basta! ¡Basta!
¿Era la confesión del remordimiento lo que escapaba de la conciencia de ese hombre?
Aterrorizado, me precipité a la biblioteca, llegué a la esca-lera central, la subí y luego,
siguiendo el corredor superior, fui hasta el bote en el que penetré por la abertura que había
dejado paso a mis dos compañeros.
¡Partamos! ¡Partamos! grité.
Al instante respondió el canadiense.