Page 323 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Se cerró y atornilló el orificio practicado en la plancha del Nautilus, mediante una llave
inglesa de la que se había pro-visto Ned Land. Se cerró igualmente la abertura del bote, y el
canadiense comenzó a desatornillar las tuercas que nos re-tenían aún al barco submarino.
Súbitamente nos llegó un ruido del interior. Se oían gri-tos, voces que se respondían con
vivacidad. ¿ Qué ocurría? ¿Se habían dado cuenta de nuestra fuga? Sentí que Ned Land me
deslizaba un puñal en la mano.
Sí murmuré , sabremos morir.
El canadiense se había detenido en su trabajo. De repen-te, una palabra, veinte veces
repetida, una palabra terrible, me reveló la causa de la agitación que se propagaba a bordo
del Nautilus. No era de nosotros de lo que se preocupaba la tripulación.
¡El Maelström! ¡El Maelström! gritaban una y otra vez.
¡El Maelström! ¿Podía resonar en nuestros oídos una pa-labra más espantosa en tan terrible
situación? ¿Nos hallába-mos, pues, en esos peligrosos parajes de la costa noruega? ¿Iba a
precipitarse el Nautilus en ese abismo, en el momento en que nuestro bote iba a
desprenderse de él?
Sabido es que en el momento del flujo las aguas situadas entre las islas Feroë y Lofoden se
precipitan con una irresis-tible violencia, formando un torbellino del que jamás ha po-dido
salir un navío. Olas monstruosas corren desde todos los puntos del horizonte y forman ese
abismo tan justamente denominado «el ombligo del océano», cuyo poder de atrac-ción se
extiende hasta quince kilómetros de distancia. Allí, no solamente los barcos se ven
aspirados, sino también las ballenas y hasta los osos blancos de las regiones boreales.
Allí es donde el Nautilus involuntaria o voluntariamen-te, tal vez había sido llevado por
su capitán. Describía una espiral cuyo radio disminuía cada vez más. Con él, el bote, aún
aferrado a su flanco, giraba a una velocidad vertiginosa. Sentía yo los vértigos que suceden
a un movimiento girato-rio demasiado prolongado. Estábamos espantados, vivien-do en el
horror llevado a sus últimos límites, con la circu-lación sanguínea en suspenso y los nervios
aniquilados, empapados en un sudor frío como el de la agonía. ¡Y qué fra-gor en torno de
nuestro frágil bote! ¡Qué mugidos que el eco repetía a una distancia de varias millas! ¡Qué
estrépito el de las olas al destrozarse en las agudas rocas del fondo, allí don-de los cuerpos
más duros se rompen, allí donde hasta los troncos de los árboles se convierten en «una
piel», según la expresión noruega!
¡Qué situación la nuestra, espantosamente sacudidos! El Nautilus se defendía como un ser
humano. Sus músculos de acero crujían. A veces, se levantaba, y nosotros con él.
Hay que resistir gritó Ned Land y atornillar las tuer-cas. Si nos sujetamos al Nautilus,
tal vez podamos salvarnos todavía.