Page 321 - veinte mil leguas de viaje submarino
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¡Cuán larga fue aquella jornada, la última que debía pasar a bordo del Nautilus! Permanecí
                  solo. Ned Land y Conseil evitaban hablarme por temor a traicionarse.

                  Cené a las seis, sin apetito, pero me forcé a comer, ven-ciendo la repugnancia, para no
                  encontrarme débil. A las seis y media entró Ned Land en mi camarote, y me dijo:

                   No nos veremos ya hasta el momento de partir. A las diez, todavía no habrá salido la
                  luna. Aprovecharemos la os-curidad. Venga usted al bote, donde le esperaremos Conseil y
                  yo.

                  El canadiense salió sin darme tiempo a responderle.

                  Quise verificar el rumbo del Nautílus y me dirigí al salón. Llevábamos rumbo
                  Norte Nordeste, a una tremenda veloci-dad y a cincuenta metros de profundidad.

                  Lancé una última mirada a todas las maravillas de la na-turaleza y del arte acumuladas en
                  aquel museo, a la colec-ción sin rival destinada a perecer un día en el fondo del mar con
                  quien la había formado. Quise fijarla en mi memoria, en una impresión suprema. Permanecí
                  así una hora, pasando revista, bajo los efluvios del techo luminoso, a los tesoros
                  resplandecientes en sus vitrinas. Luego volví a mi camarote, y me revestí con el traje
                  marino. Reuní mis notas y guardé cuidadosamente los preciosos papeles. Me latía con
                  fuerza el corazón, sin que me fuera posible contener sus pulsaciones. Ciertamente, mi
                  agitación, mi perturbación me hubieran traicionado a los ojos del capitán Nemo. ¿Qué
                  estaría ha-ciendo él en ese momento? Escuché a la puerta de su cama-rote y oí sus pasos.
                  Estaba allí. No se había acostado. A cada movimiento, me parecía que iba a surgir ante mí y
                  pregun-tarme por qué quería huir. Sentía un temor incesante refor-zado por mi imaginación
                  a cada momento. Esta impresión se hizo tan compulsiva que llegué a preguntarme si no
                  sería mejor entrar en el camarote del capitán, verlo cara a cara y desafiarle con el gesto y la
                  mirada.

                  Era una idea de loco que, afortunadamente, pude conte-ner. Me tendí sobre el lecho para
                  tratar de contener la agita-ción que me recorría el cuerpo. Mis nervios se calmaron un poco,
                  pero mi cerebro seguía superexcitado. Mentalmente pasé revista a toda mi existencia a
                  bordo del Nautilus, a to-dos los incidentes, felices o ingratos, que la habían atravesa-do
                  desde mi desaparición del Abraham Lincoln... La caza submarina, el estrecho de Torres, los
                  salvajes de la Papuasia, el encallamiento, el cementerio de coral, el paso de Suez, la isla de
                  Santorin, el buzo cretense, la bahía de Vigo, la Atlán-tida, la banca de hielo, el Polo Sur, el
                  aprisionamiento en los hielos, el combate con los pulpos, la tempestad del Gulf Stream, el
                  Vengeur y la horrible escena del buque echado a pique con su tripulación... Todos estos
                  acontecimientos pa-saron ante mis ojos como esos decorados de fondo que se ven en el
                  teatro. El capitán Nemo se engrandecía desmesura-damente en ese medio extraño. Su figura
                  se agigantaba hasta tomar proporciones sobrehumanas. Dejaba de ser mi seme-jante para
                  convertirse en el hombre de las aguas, en el genio de los mares.
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