Page 318 - veinte mil leguas de viaje submarino
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El choque me arrancó un grito. Fue un choque relativa-mente débil, pero que me hizo sentir
la fuerza penetrante del espolón de acero, al oír los estridentes chasquidos. Lanzado por su
potencia de propulsión, el Nautilus atravesaba la masa del buque como la aguja pasa a
través de la tela.
No pude soportarlo. Enloquecido, fuera de mí, salí de mi camarote y me precipité al salón.
Allí estaba el capitán Nemo. Mudo, sombrío, implacable, miraba por el tragaluz de babor.
Una masa enorme zozobraba bajo el agua. Para no per-derse el espectáculo de su agonía, el
Nautilus descendía con ella al abismo. A unos diez metros de mí vi el casco entre-abierto
por el que se introducía el agua fragorosamente, y la doble línea de los cañones y los
empalletados. El puente es-taba lleno de sombras oscuras que se agitaban. El agua subía y
los desgraciados se lanzaban a los obenques, se agarraban a los mástiles, se retorcían en el
agua. Era un hormiguero humano sorprendido por la invasión de la mar.
Paralizado, atenazado por la angustia, los cabellos eriza-dos, los ojos desmesuradamente
abiertos, la respiración contenida, sin aliento y sin voz, yo miraba también aquello, pegado
al cristal por una irresistible atracción.
El enorme buque se hundía lentamente, mientras el Nau-tilus le seguía espiando su caída.
De repente se produjo una explosión. El aire comprimido hizo volar los puentes del barco
como si el fuego se hubiera declarado en las bodegas. El empuje del agua fue tal que desvió
al Nautilus. Entonces el desafortunado navío se hundió con mayor rapidez, y apare-cieron
ante nuestros ojos sus cofas, cargadas de víctimas, luego sus barras también con racimos de
hombres y, por úl-timo, la punta del palo mayor. Luego, la oscura masa desapa-reció, y con
ella su tripulación de cadáveres en medio de un formidable remolino.
Me volví hacia el capitán Nemo. Aquel terrible justiciero, verdadero arcángel del odio,
continuaba mirando. Cuando todo hubo terminado, el capitán Nemo se dirigió a la puerta de
su camarote, la abrió y entró, seguido por mi mirada. En la pared del fondo, debajo de los
retratos de sus héroes, vi el de una mujer joven y los de dos niños pequeños. El capitán
Nemo los miró durante algunos instantes, les tendió los bra-zos, y, arrodillándose,
prorrumpió en sollozos.
22. Las últimas palabras del capitán Nemo
Los paneles que cubrían los cristales se habían cerrado so-bre esa visión espantosa, pero sin
que por ello se hubiera ilu-minado el salón. En el interior del Nautilus todo era tinieblas y
silencio, mientras abandonaba con una rapidez prodigio-sa, a cien pies bajo la superficie,
aquel lugar de desolación. ¿Adónde iba? ¿Al Norte o al Sur? ¿Adónde huía ese hombre tras
su horrible represalia?