Page 316 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Bien repuso Ned . ¿Qué barco es ése?
Lo ignoro. Pero sea quien sea, será hundido antes de que llegue la noche. En todo caso,
más vale perecer con él que hacerse cómplices de represalias cuya equidad no puede
medirse.
Ésa es mi opinión dijo fríamente Ned Land . Espere-mos a la noche.
Y llegó la noche. Un profundo silencio reinaba a bordo. La brújula indicaba que el Nautilus
no había modificado su dirección. Oía el zumbido de su hélice, que batía el agua con una
rápida regularidad. Se mantenía en la superficie, y un ligero balanceo le sacudía de babor a
estribor y vice-versa.
Mis compañeros y yo habíamos resuelto fugarnos en el momento en que el buque estuviera
bastante cerca y sus tri-pulantes pudieran oírnos o vernos a la luz de la luna, a la que
faltaban tres días para alcanzar su plenilunio. Una vez a bor-do de ese barco, si no
pudiéramos evitar el golpe que le ame-nazaba, haríamos, al menos, todo lo que las
circunstancias nos permitieran intentar.
Varias veces creí que el Nautilus se disponía para el ata-que. Pero seguía limitándose a
dejar acercarse al adversario para luego reemprender la huida.
Transcurrió una buena parte de la noche sin incidente al-guno. Acechábamos la ocasión de
pasar a la acción y hablá-bamos poco, dominados por la emoción. Ned Land quería
precipitarse al mar. Yo le forcé a esperar. Pensaba yo que el Nautilus debía atacar al
dos puentes en la superficie y enton-ces sería no sólo posible sino fácil evadirse.
A las tres de la mañana, inquieto, subí a la plataforma. El capitán Nemo no la había
abandonado. Estaba en pie, a proa, cerca de su pabellón, al que la ligera brisa desplegaba
por encima de su cabeza. No perdía de vista al navío. Su mi-rada, de una extraordinaria
intensidad, parecía atraerlo, fas-cinarlo, tirar de él más seguramente que si lo hubiera
remol-cado. La luna pasaba por el meridiano. júpiter se elevaba hacia el Este. El cielo y el
océano rivalizaban en tranquilidad, y la mar ofrecía al astro nocturno el más bello espejo
que nunca hubiese reflejado su imagen.
Al pensar en esa calma de los elementos y compararla con la cólera que incubaba el
Nautilus sentí estremecerse todo mi ser.
El buque se mantenía a dos millas de nosotros. Se había acercado, marchando hacia ese
brillo fosforescente que señalaba la presencia del Nautilus. Vi sus luces de posición, verde
y roja, y su fanal blanco suspendido del estay de mesa-na. Una vaga reverberación
iluminaba su aparejo e indicaba que sus calderas habían sido llevadas al máximo de
presión. Haces de chispas y escorias de carbones encendidas se esca-paban de sus
chimeneas e iluminaban la noche.
Permanecí así hasta las seis de la mañana, sin que el capi-tán Nemo pareciera darse cuenta
de mi presencia. El buque se había acercado a milla y media y con las primeras luces del