Page 319 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Regresé a mi camarote, donde Ned y Conseil permane-cían todavía en silencio. Sentía un
horror invencible hacia el capitán Nemo. Por mucho que le hubieran hecho sufrir los
hombres no tenía el derecho de castigar así. Me había hecho si no cómplice, sí, al menos,
testigo de su venganza. Eso era ya demasiado.
La luz eléctrica reapareció a las once y volví al salón, que estaba vacío. La consulta de los
diversos instrumentos me informó de que el Nautilus huía al Norte a una velocidad de
veinticinco millas por hora, alternativamente en superficie o a treinta pies de profundidad.
Consultada la carta, vi que pa-sábamos por el canal de la Mancha y que nuestro rumbo nos
llevaba hacia los mares boreales con una extraordinaria ve-locidad.
Apenas pude ver al paso unos escualos de larga nariz, los escualos martillo; las lijas, que
frecuentan esas aguas; las grandes águilas de mar; nubes de hipocampos, que se pare-cen a
los caballos del juego de ajedrez; anguilas agitándose como las culebrillas de un fuego de
artificio; ejércitos de cangrejos, que huían oblicuamente cruzando sus pinzas so-bre sus
caparazones, y manadas de marsopas que compe-tían en rapidez con el Nautilus. Pero no
estaban las cosas como para ponerse a observar, estudiar y clasificar.
Por la tarde, habíamos recorrido ya doscientas leguas del Atlántico. Llegó la noche y las
tinieblas se apoderaron del mar hasta la salida de la luna. Me acosté, pero no pude dor-mir,
asaltado por las pesadillas que hacía nacer en mí la ho-rrible escena de destrucción.
Desde aquel día, ¿quién podría decir hasta dónde nos llevó el Nautilus por las aguas del
Atlántico septentrional? Siem-pre a una velocidad extraordinaria y siempre entre las
bru-mas hiperbóreas. ¿Costeó las puntas de las Spitzberg y los cantiles de la Nueva
Zembla? ¿Recorrió esos mares ignora-dos, el mar Blanco, el de Kara, el golfo del Obi, el
archipiéla-go de Liarrow y las orillas desconocidas de la costa asiática? No sabría yo
afirmarlo como tampoco calcular el tiempo transcurrido. El tiempo se había parado en los
relojes de a bordo. Como en las comarcas polares, parecía que el día y la noche no seguían
ya su curso regular. Me sentía llevado a ese dominio de lo fantasmagórico en el que con
tanta facilidad se movía la imaginación sobreexcitada de Edgar Poe. A cada instante,
esperaba verme, como el fabuloso Gordon Pym, ante «esa figura humana velada, de
proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la tierra, situa-da tras esa
catarata que defiende las inmediaciones del Polo».
Estimo aunque tal vez me equivoque que la aventurera carrera del Nautilus se prolongó
durante quince o veinte días, y no sé lo que hubiera durado de no haberse producido la
catástrofe con la que terminó este viaje. Del capitán Nemo no se tenía ni noticia. De su
segundo, tampoco. Ni un hom-bre de la tripulación se hizo visible un solo instante. El
Nau-tilus navegaba casi continuamente en inmersión, y cuando subía a la superficie a
renovar el aire, las escotillas se abrían y cerraban automáticamente. Como no se fijaba ya la
posición en el planisferio, no sabía dónde estábamos.
Diré también que el canadiense, al cabo de sus fuerzas y de su paciencia, tampoco aparecía.
Conseil no podía sa-car de él una sola palabra, y temía que se suicidase, en un ac-ceso de