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nico elige creer que sus proposiciones son correctas y las respalda
        con una gran cantidad de datos, con cálculos y con innovaciones
        técnicas. A todo esto es a lo que dedica las otras ( aproximada-
        mente) doscientas páginas de su obra. Textualmente viene a decir:

            Emprendí la tarea de releer los libros de todos los filósofos que pude
            conseguir [ ... ]. Comencé a pensar en un movimiento de la Tierra; y
            aunque la idea parecía absurda, como otros antes de mí se habían
            permitido suponer ciertos círculos para explicar los movimientos
            de las estrellas, creí que me sería fácilmente pemütido intentar si,
            sobre la hipótesis de algún movimiento de la Tierra, no podrían
            encontrarse mejores explicaciones de las revoluciones de las esfe-
            ras celestes.

            En esto es, sin duda, un científico moderno. Reúne la biblio-
        grafía disponible, la analiza y la critica. Busca luego una hipóte-
        sis de trabajo, apartándose de lo trillado, de lo dado por seguro.
        Y, con los resultados empíricos en la mano, verifica que esa hipó-
        tesis, aunque parezca absurda desde la percepción de los senti-
        dos, es más correcta que el modelo imperante.
            Eso sí, resulta curioso que, entre los astrónomos antiguos que
        dice haber leído, las referencias a Aristarco de Sarnos (Libro III,
        caps. 2,  6 y 13) solo tengan que ver con la precesión de los equi-
        noccios o la duración del año, pero nunca con la concepción he-
        liocéntrica. ¿Casualidad? ¿Olvido intencionado? Es verdad que, en
        la única obra de este astrónomo que se ha conservado, su De los
        tamaños y  las distancias del Sol y  de la Luna, parte de un mo-
        delo geocentrista; pero no es menos cierto que autores posterio-
        res han hecho mención a las ideas ya heliocentristas de Aristarco.
           Aunque hemos citado en su lugar las observaciones de Copér-
        nico de las que se tiene constancia, la mayoría de los datos empí-
        ricos  que  ofrece  en el De  revolutionibus  pertenecen  a  otros
        autores. Fueron sus fuentes principales el Epitome in Almages-
        tum de Regiomontano y Peuerbach, editado en 1496,  la traduc-
        ción latina del Almagesto  hecha por Bernardo  de  Cremona y  .
        editada en Venecia en 1515 y las Tablas  alfonsíes, cuyo manejo
       había aprendido en la Academia de Cracovia.






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