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Einstein pasó la mayor parte de 1895 en Milán y Pavía, pre-
       parando por su cuenta los exámenes de acceso a la Politécnica.
       Mientras se dejaba llevar por el síndrome de Stendhal y se ena-
       moraba de Italia, se acercaba de vez en cuando a la fábrica para
       echar una mano. Jakob se asombraba de que fuera capaz de re-
       solver en un cuarto de hora los problemas que habían mantenido
       en jaque a los técnicos durante días.
           La tormenta de  acontecimientos terminó por desatar en la
       mente de Einstein una primera revelación física. Así lo recordaría
       cincuenta años después, en sus Notas autobiográficas:

           Ese principio resultó de una paradoja con la que topé ya a los die-
           ciséis años: si corro detrás de un rayo de luz con la velocidad e [la
           velocidad de la luz en el vacío], debería percibir el rayo luminoso
           como un campo electromagnético estacionario, aunque espacial-
           mente oscilante. Pero semejante cosa no parece que exista, ni sobre
           la base de la experiencia ni según las ecuaciones de Maxwell.

           La paradoja lo persiguió durante diez años, que fue el tiempo
       que tardó en resolverla. Sin saberlo, había plantado en su imagi-
       nación la semilla de la teoría de la relatividad especial. Durante el
       verano encontró tiempo para escribir su p1imer artículo científico:
       «Una investigación sobre el estado del éter en un campo magné-
       tico», que envió a uno de sus tíos, Caesar Koch.
           En octubre, Pauline y Albert cruzaron en tren la frontera para
       dirigirse a Zúrich. No sabemos si a Einstein le tembló el pulso al
       escribir su nombre en las hojas del examen, sabiendo que estaba
       en juego su futuro.  Este primer asalto se saldó con un fracaso,
       pero se desenvolvió lo suficientemente bien en las asignaturas de
       ciencias y matemáticas para impresionar al profesor de física,
       Heinrich Weber, que lo invitó a asistir a sus clases. El director de
       la Politécnica le aconsejó entonces que completase sus estudios
       de secundaria en la escuela cantonal de Aarau,  una pintoresca
       ciudad situada a medio camino entre Zúrich y Basilea. Al año si-
       guiente, después de graduarse, aceptaría su solicitud de ingreso.
           Lejos de la atmósfera opresiva del Imperio alemán, el carác-
       ter de Einstein floreció. Tras su paso por Italia y Suiza, desapare-





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