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estancias largas que disfrutaron allí se puede resumir su evolu-
ción, como en los tres actos de un drama, con su principio, su
nudo y su desenlace. Allí se conocieron y se enamoraron, allí su
matrimonio se recuperó de un primer bache en 1909, en el que fue
concebido su segundo hijo, Eduard, y allí perdieron su última
baza. Cuando Einstein aceptó la oferta de Berlín, se certificó el
hundimiento.
Mileva, dueña de un carácter impulsivo y complejo, propenso
a la depresión, no debía de ofrecer un trato fácil. Su etapa de es-
tudiante era una luz que alumbraba su vida, y esta se fue oscu-
reciendo a medida que los años dorados quedaban atrás. En su
día, Albert y ella soñaron con hacer de la ciencia una aventura
compartida. Fue un período cargado de promesas, que frustró su
embarazo prematuro. En los tiempos más duros de Berna se en-
rocaron juntos frente a un mundo hostil. Ella lo expresó con un
juego de palabras: «Los dos formamos una piedra ( en alemán
ein stein)». Él sí vio cumplida su ambición y no supo compar-
tirlo. «Me hubiera gustado estar allí, haber podido escuchar un
poco y haber visto a todas aquellas magníficas personas», le es-
cribía Mileva desde Praga mientras él participaba en un encuen-
tro científico en Karlsruhe y ella se quedaba en casa. Uno de los
biógrafos de Einstein, que estuvo casado con una hija de su se-
gunda mujer, relata cómo Mileva a menudo quería participar en
las tertulias científicas de su marido, «pero él la dejaba en casa
con los niños». Después de una década de vida en común, en
torno a 1912, ambos se manifestaban abiertamente a disgusto
con su matrimonio. Mileva se sentía cada vez más aislada y desa-
tendida, y Einstein rehuía su compañía. Los reproches por sus
ausencias eran frecuentes: «Hace tanto que no nos vemos que me
pregunto si me reconocerás». En las cartas a su amiga Helene
Savié, Mileva mostraba más abiertamente su desaliento: «Trabaja
sin cesar en sus problemas; se puede decir que solo vive para
ellos. Debo confesarte con un poco de vergüenza que no le impor-
tamos y que ocupamos un segundo lugar para él».
Ciertamente a Einstein le gustaba cultivar una cierta retórica
del desapego. Así lo hacía en su ensayo El mundo como yo lo veo,
escrito desde la atalaya de sus cincuenta años:
90 LOS PLIEGUES DEL ESPACIO-TIEMPO