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nica, pequeña y poco poblada si se comparaba con Francia, Japón
o China, a un prot.agonismo internacional absoluto.
El motor principal de la actividad científica era, más que
nunca, el talento y la curiosidad, haciendo realidad aquellas pala-
bras de la novelista Sybille Bedford: «Las leyes del universo eran
algo a lo que cualquiera podía enfrent.arse agradablemente inst.a-
lado en un taller dispuesto detrás de los establos». Una frase que
adquiere aún más sentido si nos trasladamos al Londres contem-
poráneo, al 16 de Jacob's Well Mews, un recóndito callejón en el
que Faraday vivió su infancia, y que recuerda poderosamente a
los antiguos establos, lejos de la exclusiva Royal Institution of
Great Brit.ain. Con todo, en el interior de est.a institución, fundada
en 1799 y dedicada a la investigación y difusión de la ciencia, que
hasta entonces vedaba el paso a las clases sociales humildes,
ahora se aloja el Faraday Museum, donde se conserva su labora-
torio y muchos de sus aparatos originales, como símbolo de que
la ciencia por fin ya no entiende de clases. Faraday fue el hilo
conductor entre ambos mundos, fascinando a unos y otros, tanto
a científicos «de est.ablo» como a los más pudientes.
De este modo se propició una revolución tanto científica
como social; revolución que, irónicamente, el propio Faraday se
negó a protagonizar, restándole importancia a su trabajo, acep-
tando a regañadientes las innumerables distinciones que recibió
en vida.
Michael Faraday fue una chispa que electrizó la ciencia y la
sociedad de la época. Porque, a pesar de su devoción religiosa-o
precisamente a causa de ella-, Faraday, al igual que Prometeo,
escaló el Olimpo, le robó el fuego a los dioses, el fuego divino, la
chispa tecnológica que prendió bombillas y lámparas, e iluminó
definitivamente un mundo sumido en la oscuridad.
12 INTRODUCCIÓN