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Viena.  Su nuevo destino revestía escasos peligros. Consistía en
                     enseñar un primer curso de meteorología en una escuela de oficia-
                     les situada al sur de Viena, en la ciudad de Wiener Neustadt. Allí
                     entretuvo el tiempo hasta el armisticio de 1918.
                         Para vadear la desolación anímica y la malnutrición de la
                     posguerra, se volcó en la filosofía, como ya había hecho durante
                     las horas más bajas en el frente. Leyó las obras completas de
                     Schopenhauer, que le abrieron la puerta al pesimismo, la misan-
                     tropía bien documentada y la filosofía oriental. Llenó páginas y
                     páginas en sus cuadernos con los pensamientos que le inspiraba
                     la lectura de los Upanishads, en un trance casi alucinatorio. Esta
                     fiebre por los textos sagrados de los hindúes lo consumió con la
                     misma avidez que años antes el amor de Felicie. Cuando le ofre-
                     cieron un puesto de  profesor de física teórica en Chernivtsi,
                     aceptó con el secreto propósito de limitar la ciencia a las aulas y
                     consagrar todas sus horas libres a profundizar en el Vedanta. La
                     desintegración del Imperio austro-húngaro frustró su inmersión
                     orientalista:


                         Mi ángel de la guarda intervino: pronto Chemivtsi dejó de pertenecer
                         a Austria. Todo quedó en agua de borrajas. Me tuve que mantener
                         fiel a la física teórica y, para mi sorpresa, alguna que otra vez, algo
                         salió de ella.




























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