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anomalía en su percepción de los colores, que reducía su sensibili-
                     dad al verde y realzaba la gama de matices rojos. Su bagaje experi-
                     mental también le permitió presumir de pertenecer «a ese grupo de
                     teóricos que saben por observación directa lo que quiere decir rea-
                     lizar una medición».
                         Pasada la Navidad de 1913 coronó el siguiente rellano de su
                     escalada académica: la obtención de la llamada venia legendi. El
                     título le autorizaba a dar clases como Privatdozent, a cambio de
                     unos modestos honorarios que corrían a cargo de los estudiantes
                     que lograra atraer a sus cursos.
                         En sus primeros artículos  científicos  Schrodinger exhibió
                     un notable virtuosismo matemático que, no obstante, se apoyaba
                     en una intuición física todavía sin afilar. El aislamiento de Viena,
                     apartada de  las corrientes de la vanguardia tras la muerte  de
                     Boltzmann, frenó su maduración, sin enfrentarlo a retos que
                     de verdad pusieran a prueba sus capacidades.
                         Además, otra clase de desafíos distraía su atención, hasta el
                     punto de comprometer su incipiente carrera. La amenaza tenía
                     nombre propio: Felicie. El atractivo o la inteligencia de los preten-
                     dientes no pesaba lo más mínimo en la balanza del matrimonio
                     burgués y la madre de Felicie, la baronesa Krauss, tenía claro que
                     Erwin no estaba a la altura de sus aspiraciones. Este, desde luego,
                     no podía sostener el tren de vida de la joven con sus ingresos casi
                     inexistentes como Privatdozent. Desesperado, le pidió a su padre
                     que lo introdujera en el negocio del linóleo. Rudolf se opuso con
                     la misma determinación que la baronesa al matrimonio, así que el
                     compromiso que habían establecido en secreto los enamorados
                     naufragó sin remedio. Quizá la frustración de este amor, por el que
                     se había mostrado dispuesto a sacrificarlo todo, templó el entu-
                     siasmo de Schrodinger ante el matrimonio convencional, justifi-
                     cando el circo de tres pistas en el que se convertiría más adelante
                     su vida sentimental.
                         Aunque ya de capa caída, la física atmosférica y la radiactivi-
                     dad eran dos especialidades tan vienesas como la tarta Sacher. En
                     el verano de 1913 la universidad enroló a Schrodinger en la reco-
                     gida de datos de una de las estaciones, insta.lada en Seeham, cerca
                     de Salzburgo. El registro de trazas de radón en el aire podía matar






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