Page 53 - 07 Schrödinger
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dejado sola a mi madre durante horas, con un hombre desesperada-
          mente enfermo, como venía haciendo con frecuencia en las últimas
          semanas. Esto, a pesar de que comprendía la importancia que la
          celebración tenía para ella y que mi padre nunca volvería a vivir otra.
          Así que la Navidad es una fiesta que no me inspira demasiado cariño,
          de la que no espero nada bueno y que, más que nada, me trae el re-
          cuerdo de deberes desatendidos.

          Durante un tiempo su inconsciente no lo dejó tranquilo y le
      asaltaban pesadillas en las que malvendía la biblioteca de su padre
      y su instrumental científico.
          Quizá bajo el influjo de Schopenhauer, que había completado
      un ensayo sobre la fisiología de la visión tras visitar a Goethe en
      W eimar y asistir a sus experimentos ópticos, Schródinger se volcó
      en el estudio de la percepción de los colores, convirtiéndose en
      una autoridad en la materia. Era también uno de los tópicos favo-
      ritos del Instituto de Física de Viena,  que habían investigado a
      conciencia su maestro Exner y uno de los supervisores de Schró-
      dinger en el laboratorio, Fritz Kohlrausch. Desde luego, la disci-
      plina, en un cruce de caminos entre la ciencia y el arte, tuvo que
      atraer la inquietud poliédrica del joven científico, que basó su in-
      vestigación en las sensaciones y no en el registro con aparatos.
      Tituló su primer artículo  Teoría  de  los pigmentos de  máxima
      luminosidad.
          Además de refugiarse en el laboratorio, una de sus principales
      distracciones durante la enfermedad de Rudolf había sido Annema-
      rie Bertel, que ya había crecido lo suficiente para convertirse en su
      amante. Pasada la infausta navidad en la que tuvo que enterrar a
      su padre, Schródinger recibió la oferta de una plaza de profesor
      asociado en el departamento de Física Teórica de su universidad.
      Sin embargo, el sueldo resultaba insuficiente para mantener a una
      familia y Erwin, que ya contaba con treinta y dos años, había re-
      suelto casarse e independizarse. El sueldo que ganaba Annemarie
      en un mes como secretaria del director general de una gran asegu-
      radora superaba sus ingresos anuales, un detalle que lo mortificaba.
      Erwin rechazó la oferta de Viena y la plaza que le estaba destinada
      fue a parar, una vez más, a manos de su amigo Hans Thirring.






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