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Tras un largo período de maduración bajo la burbuja protec-
                      tora de Viena, Schrodinger emprendió una frenética sucesión de
                      traslados, espoleado por la búsqueda de la estabilidad financiera,
                      en una Alemania menos afectada que Austria por la inflación de la
                      posguerra. Aunque la principal motivación era el dinero, el cam-
                      bio de aires benefició más su obra que su cuenta corriente.  El
                      periplo le pondría en contacto con otros científicos, fuera de su
                      confortable círculo vienés, más críticos. El resultado fue un estí-
                      mulo que lo incorporó a la ciencia que se practicaba en la vanguar-
                      dia.  Su primera parada fue  corno ayudante de Max Wien,  en la
                      Universidad de Jena, en la primavera de 1920. No tuvo que cargar
                      él solo con las maletas: le ayudaría Annernarie, que para entonces
                      ya se había convertido en su esposa, el 24 de marzo.
                          Parece que los rescoldos de la luna de miel se extinguieron
                      antes de celebrar el primer aniversario de boda, hay quien espe-
                      cula que a causa de la infertilidad de Annernarie. Otros prefieren
                      achacar las desavenencias a una incompatibilidad manifiesta de
                      caracteres, que ellos no debían de tener tan clara. Annernarie, sin
                      formación científica y poco dada a los devaneos poéticos o filosó-
                      ficos, prefería la música, hacia la que Erwin profesaba una secreta
                      aversión, convencido de que de algún modo había favorecido el
                      cáncer de pecho de su madre, que tocaba con frecuencia el violín.
                      Contraviniendo los deseos de su mujer, nunca permitió que en-
                      trara un piano en la casa. El divorcio sobrevoló la escena de vez
                      en cuando, pero nunca se llegó a  materializar.  Poco a poco se
                      fueron convenciendo de que su vínculo jamás respondería al ideal
                      romántico, pero podía ser perfecto a su manera. Decidieron afe-
                      rrarse a las comodidades del matrimonio burgués, una institución
                      de indudable rentabilidad y eficacia, y buscar la pasión en otra
                      parte. Ambos vivieron aventuras, pero siempre regresaban al otro,
                      corno un refugio donde resguardarse de las tormentas sentimen-
                      tales del exterior. Fueron amigos, cómplices y compañeros, pero
                      no los arquetipos de una comedia sentimental.
                          En cierta ocasión ella le confesó a un amigo común: «¿Sabes?,
                      sería más fácil convivir con un canario que con un caballo de ca-
                      rreras, pero yo prefiero el caballo de carreras». Annernarie nunca
                      ocultó la admiración que le inspiraba su rnru.ido y no ahorró es-





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