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hambre imperó en todo el país excepto en las granjas, donde enviá-
                         bamos a nuestras pobres mujeres a pedir huevos, mantequilla y le-
                         che. A pesar de los bienes con que pagaban -vestidos hechos a
                         mano, bonitas enaguas, etc.- se burlaban de ellas y las trataban
                         como a mendigos.

                         La familia terminó acudiendo a los comedores de beneficen-
                     cia, donde se refinaba el arte de <(elaborar platos de la nada». Allí,
                     al menos, hallaban una excusa para alternar, ya que la vibrante
                     vida cultural de la ciudad atravesaba también una etapa de rigu-
                     roso racionamiento. Incluso los jóvenes, postrados tras la erosión
                     del campo de batalla, se hallaban al límite de sus fuerzas. Un des-
                     nutrido Schrodinger quedó expuesto a la tuberculosis, después de
                     contraer una afección pulmonar.
                         El espléndido edificio que el abuelo Bauer había adquirido en
                     pleno centro del primer distrito de Viena languidecía. Los severos
                     recortes en el suministro de gas condenaron el piso de la quinta
                     planta al frío y la oscuridad. Aferrado a la lectura, Rudolf trató de
                     combatir las tinieblas instalando faroles de minero en la biblioteca.
                     Además de sumergir las vitrinas con. sus libros en un resplandor
                     abisal, las lámparas despedían un hedor insoportable. Los ocupan-
                     tes sufrían la misma decadencia que el inmueble. Georgine había
                     pasado por el quirófano durante la guerra, sometiéndose a una
                     operación muy agresiva para erradicar un cáncer de mama. Rudolf,
                     ya septuagenario, declinaba con rapidez en mitad de las privacio-
                     nes.  La fábrica de linóleo a la que había sacrificado los mejores
                     años de su vida se había declarado en quiebra. Las excursiones al
                     campo lo dejaban exhausto, los cinco tramos de escaleras que se-
                     paraban la calle de su casa suporúan un tormento cotidiano y sufría
                     constantes hemorragias. Murió plácidamente, antes de la cena de
                     Nochebuena de 1919, adormecido en el vaivén de una mecedora.
                         Schrodinger nunca se desprendió del sentimiento de culpa
                     por haber intentado evadirse de la atmósfera opresiva que se res-
                     piraba en casa:

                         Aunque me muestre reacio a reconocerlo, hoy lo puedo hacer: de no
                         haber sobrevenido la crisis súbita, aquella tarde también hubiera





          52         LA ECUACIÓN DE  ONDAS
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