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tecaria a tres libras la semana en un lugar solitario del condado de
Y orkshire. Para pagarse los gastos, trabajaba como au pair en la
ciudad donde llegaba. En ese momento tenía dos hombres en su
lista de novios: un corredor semiprofesional de la milla que vivía
en Zúrich y un óptico de Sarrebruck, en la frontera de Alemania
con Francia Feynman la invitó esa noche a ir a un night club. Algo
debió de ver en ella porque le pidió que se convirtiera en su asis-
tenta del hogar en California. Gweneth le dijo que se lo pensaría.
Terminado el congreso Feynman regresó a Estados Unidos y
ella siguió con su viaje: no tenía muy claro si acudir a Pasadena.
Mientras, Feynman hizo sus deberes para que Gweneth pudiera
entrar en el país. Un amigo le dijo que no era muy apropiado que
fuera él quien la avalara, un hombre de cuarenta años que invita a
una mujer de veinticuatro a vivir en su casa. Así que fue un colega,
Matthew Sands, quien se ocupó de la burocracia en su nombre.
Mientras, la extorsionadora le volvió a escribir diciéndole que se
lo había contado todo a su marido. Se sentía utilizada y le pedía
más dinero: «Serás muy listo en tu trabajo pero en las relaciones
personales eres un idiota». También le aseguraba que su medalla
Einstein estaba «a salvo», al igual que la copia del Rubaiyat del
poeta iraní Ornar Jayyam con dibujos cuidadosamente coloreados
por Arline.
Feynman le escribió rogándole que volvieran a verse y dicién-
dole que, a pesar de todo, quería casarse con ella. Esto despertó en
ella los buenos recuerdos que guardaba de sus encuentros con él,
como la acampada bajo las estrellas en el parque nacional Joshua
Tree. Pero tales imágenes no compensaron su ira y lo rechazó.
Al poco, Feynman recibió una carta fom1al del marido en la
que le pedía una compensación: «Se ha aprovechado de su posi-
ción y salario para seducir a una joven impresionable y alejarla de
su marido ... Hicieron planes clandestinos de vacaciones ... Pienso
que debe pagar por satisfacer su placer egoísta». Al final le pedía
un total de 1250 dólares, que Feynman rehusó pagar. Intentó apla-
car al soliviantado esposo. «Perdónela y hágala feliz», le escribió.
Él le amenazó con un pleito, pero el abogado de Feynman le dijo
que se olvidara, que tal denuncia nunca llegaría a los tribunales.
Las últimas palabras fueron de la amante despechada:
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