Page 121 - 04 Max Planck
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Me temo no poder darle ya ningún consejo. No tengo ya esperanza
          alguna de que pueda detenerse la catástrofe de Alemania, y con ella
          la de las universidades alemanas. Antes de que usted me refiera las
          ruinas de Leipzig, que seguran1ente son iguales a las de Berlín, deseo
          infom1arle primero sobre una conversación que mantuve hace unos
          días con Hitler. Había confiado en que podría ponerle en claro los
          enormes daños que a las universidades alemanas, y en particular a
          la investigación científica en nuestro país, podría causarle la expul-
          sión de los colegas judíos, que tal manera de proceder no tendría
          sentido y sería profundamente inmoral, ya que la mayor parte de
          ellos son ciertan1ente hombres que se sienten totalmente alemanes
          y que en la últin1a guerra expusieron, como todos, su vida por Ale-
          mania. Pero no he encontrado comprensión alguna por parte de
          Hitler, o, lo que es peor, no hay lenguaje con el que pueda uno en-
          tenderse con semejante hombre.
             Hitler ha perdido, a mi parecer, todo contacto real con el mundo
          exterior. Lo que otro le dice, lo recibe, en el mejor de los casos, como
          un estorbo molesto, que inmediatamente domina con su voz, decla-
          mando machaconamente las mismas frases sobre la decadencia de
          los últimos catorce años, sobre la necesidad de poner dique a este
          desmoronamiento en el último minuto, etcétera.
             Con esto se tiene la impresión fatal de que está convencido per-
          sonalmente de semejante locura, y se le procura a su alrededor la
          posibilidad de esta fe mediante la exclusión violenta de todas las
         · influencias externas; al estar poseído por un cuadro de ideas fijas,
          se hace inasequible a toda propuesta razonable y llevará a Alemania
          a una espantosa catástrofe.
             Usted sabe que no es posible influir en el curso del alud cuando
          este se ha puesto en movimiento. Los destrozos que causará, las
          vidas humanas que aniquilará, son hechos que están detem1inados
          y decididos por las leyes de la naturaleza, aunque no los conozcamos
          de antemano.
             En realidad, tampoco Hitler puede decidir el curso de los acon-
          tecimientos, porque él es, en gran medida, más un ser arrastrado
          por su locura que un in1pulsor. No puede saber si las fuerzas que ha
          desencadenado lo engrandecerán definitivan1ente o lo aniquilarán
          miserablemente.






                                                     LA EDAD CUÁNTICA      121
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