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general, su puesta en escena - por decirlo de alguna manera-
                     enormemente aburrida. Ni levantó pasiones ni quiso levantarlas.
                     Tampoco había medios de comunicación en aquellos años que
                     tuvieran la enorme difusión y rapidez que tienen hoy. Ni siquiera
                     existía el cebo de un premio Nobel, que comenzó a concederse
                     en el año 1901, galardón que, por ejemplo, sí reconoció el trabajo
                     del científico neozelandés Emest Rutherlord (1871-1937), curiosa
                     y precisamente por subdividir el hasta entonces indivisible átomo
                     de John Dalton. Aunque esto sucedió ya en el ámbito de la física,
                     y no en el de la química.  Que Rutherlord recibiera el Nobel de
                     Química en 1908 no deja de ser otra singular paradoja, pero hasta
                     esa fecha ambas disciplinas eran prácticamente indistinguibles e
                     indivisibles. Corno lo era, decíamos, el mismo átomo fundamen-
                     tal. La partícula mínima, inalterable e indestructible que consti-
                     tuye el elemento primero de la materia para nuestro protagonista,
                    John Dalton.
                        Volviendo  brevemente  a  la pregunta anterior,  explicar la
                    relevancia social de Dalton es casi imposible.  Es evidente que
                    no pudo ser solo por la elaboración de su teoría atómica, plas-
                    mada principalmente en su voluminosa obra Un  nuevo sistema
                    de filosofía química, publicada entre 1808 y 1827. Cuesta pensar
                    que los británicos en particular y los europeos en general estu-
                    vieran esperando su aparición para devorarla con avidez.  Poco
                    importaban los átomos, y solo unos pocos eruditos en Oxford
                    y Cambridge conocían algo de las teorías filosóficas de los anti-
                    guos sabios griegos Dernócrito y Leucipo, durante muchos siglos
                    en el olvido. Si algo se devoraba era la escasa comida y las pre-
                    ocupantes noticias de la expansión napoleónica, aun cuando las
                    tropas del duque de W ellington habían hec;ho morder el polvo a
                    las del todopoderoso general Junot cerca de Lisboa. Pero, por el
                    contrario, la llegada de la Revolución industrial funcionaba «a
                    toda máquina». En muchos lugares de Gran Bretaña la economía
                    basada en los duros trabajos artesanales estaba ya siendo susti-
                    tuida por otra que utilizaba la imparable maquinaria de hierro y
                    acero alimentada con nuevos y mejores carbones - la antracita
                    fue empleada corno combustible precisamente a partir de 1808 en
                    Estados Unidos-, mucho más eficaces que la clásica madera. El






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