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control de la temperatura y la presión de los gases en los nuevos
                     ingenios eran cuestiones fundamentales,  especialmente en los
                     hornos de fundición y las máquinas de vapor. Cualquier persona
                     que supiera de química se convertía en una especie de héroe. Y
                     más si esa persona era capaz de transmitir sus conocimientos
                     directamente a los más humildes, lejos de la pomposidad de las
                     universidades y la altura de las cátedras. Y John Dalton lo hizo,
                     impulsado por sus férreas creencias religiosas, y ayudado por
                     una inteligencia innata que no conoció límites.  Porque Dalton
                     estudió y aprendió de casi cualquier área del saber humano, y a
                     nadie negó la más simple de las lecciones.
                         Cuenta Bill Bryson (n. 1951), en su célebre, y tan entretenido
                     como recomendable, Una breve historia de casi todo (2003), que,
                     allá por el año 1826, un famoso químico francés quiso viajar hasta
                     Mánchester para conocer al ya renombrado en toda Europa John
                     Dalton. Esperaba encontrarlo en su prestigiosa Sociedad Literaria
                     y Filosófica de Mánchester -de la que fue presidente desde 1817
                     hasta su muerte-, o en alguna exclusiva tertulia científica. Pero
                     le condujeron hasta una pequeña escuela de un barrio pobre. Allí,
                     al ver a nuestro hombre agachado hablando con unos niños, tarta-
                     mudeó confuso: «¿Tengo el honor de dirigirme al señor Dalton?»,
                     pues le costaba creer que aquel fuese el famoso químico y que
                     estuviese enseñando a un muchacho las primeras cuatro reglas.
                     «Sí,  ¿podría sentarse y esperar un poco, que estoy explicando a
                     este muchacho aritmética?», repuso Dalton.
                         Quizá esta anécdota nos traiga a la memoria otra, tal vez apó-
                     c1ifa, del antiguo filósofo griego Diógenes, que propugnaba que la
                     felicidad viene dada por una vida simple y acorde a la naturaleza.
                     Como la ocurrida durante su encuentro con Alejandro Magno,
                     cuando el sabio espetó al todopoderoso emperador aquello de:
                     «Apártate,  que  me tapas el sol».  Del ascético modo de vida de
                     John Dalton podemos colegir un cierto paralelismo con los anti-
                     guos pensadores de la Grecia clásica. Por supuesto que nos ocu-
                     paremos en profundidad en esta biografía del concepto filosófico
                     que la palabra átomo -«sin división»- tenía para los griegos.
                     Y del nuevo significado, ya definitivo,  que le procuró el mismo
                     Dalton.






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